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TEMA: Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna

Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna 09 Mar 2023 21:25 #75197

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“De la vigencia como pilar de elemental decencia y cordura regidoras de La República platónica y la urgencia de su actualización” (Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna para la consideración filosófica) (IV)

¿Qué pasa cuando, en este país -como a buen seguro en cualquier otro, aunque hay grados en el criminal infantilismo- el llamado “pueblo” es, fue, ha sido -con certeza será-, a todas luces, ya desde la hora grande de “escoger su destino” -según se cuenta posibilitada por el régimen de 1978-, observable como un niño infinitamente egoísta, reacio a cobrar conciencia de su pasado y su presente, y a con maduro realismo y auténtica ambición emancipadora mirar su futuro, a moralmente crecer, venal por un mísero plato -o ni eso siquiera-, en extremo dúctil y caprichoso, inepto o reluctante para o a discernir entre discurso demagógico y realidad o fundada expectativa con tal de creer que “vamos tirando”, a pensar su tiempo sin la tutela de los “pilotos de la transición” y herederos reacio, atado a mezquinos intereses prácticos en los que no más que por su propio ombligo mira y su presidio material y mental día a día subraya, muy fácilmente manipulable con necias lisonjas, gustoso de enterrar su cabeza bajo cómodas falsedades y o conveniencias satisfechas, en su momento abrazador de la Constitución como un gran credo cívico, como un pilar efectivo de libertad, progreso, derechos, igualdades con el cual casi que labrado quedaba un rosado porvenir, restañadas algunas heridas históricas, supuestamente garantizadas una concordia y una paz que ahuyentaban la sombra de la dictadura o un nuevo conflicto bélico como en 1936?; ¿y si un “carismático” encantador de serpientes, o simple charlatán persuasivo con la suficiente desfachatez como para aceptar situarse mesiánicamente en primer plano en la escena social, que le muestra un mísero caramelo, aunque envenenado estuviese, puede ir, con cierta artería, atando a este mismo “pueblo” como al burro con la zanahoria, y, si no llevándole al precipicio, sí corrompiendo las estructuras y órganos políticos, y poniendo parte de las bases del normalizado caos de latrocinio, desvergüenza, apatía, distanciamiento abismal entre “ciudadanía” y Estado que en el siglo actual se vive, y merced al cual profesionales de la política -quienes ágiles monos trepadores serían para un Nietzsche que, seguramente, con inequívocas consideraciones tales como la parafraseada ofreciese valiosas pistas del sentido más preciso que quiso dar a su tan polémico concepto central: la “voluntad de poder”- han tenido y tienen la cancha abierta para hacer y deshacer impunemente, sin que desde hace décadas ningún desmán, oscurantismo, abuso, forma de nepotismo, vuelta de tuerca degradando las condiciones no ya laborales o sociales sino fisiológicas de la esclavizada población, haga que el país se rasgue las vestiduras?; ¿qué esperar cuando, si algo de ello con los años se revela, obviamente, la evidencia no se quiera reconocer, o sólo a regañadientes al cabo de mucho tiempo se “toleren” al respecto ciertos comentarios -además no más que contribuyéndose con éstos a regularizar el mal antes que revolviéndose contra sí mismo un “pueblo” que no gratuitamente claudicó como constructor de su vida, desentendido de su suerte-, pecando de ceguedad e irresponsabilidad elegidas la sociedad como un todo?; ¿qué se podría tener unos lustros después del oficial albor de la “democracia” con esa perpetua infancia de repercusiones catastróficas, con esa inmadurez crónica, con ese subdesarrollo moral al margen de la más leve autocrítica, y, evidentemente, con la imposibilidad de lanzar una desideologizada mirada regresiva vuelta hacia su origen; qué, cuando en los últimos cuarenta y cinco años no hubo decisiones clave consultadas a la políticamente cada vez más apática ciudadanía, ni comportamientos colectivos medianamente racionales, es decir, fundados en informaciones contrastadas, en lecturas desinteresadas y serias de enquistados problemas masivos, y en razonamientos mínimamente respetuosos hacia la verdad, lo cual habría implicado, en primerísimo lugar, simplemente tratar de abrir los ojos cuestionándose, por ejemplo, cuál el albor, sentido de la política, o de la propia Carta Magna, qué competencias intelectuales y humanas han de requerirse para, supuestamente, poner “orden” en el espacio compartido, qué significa el bien público o habría de denotar éste, qué la abstracción llamada España, por qué apenas había ya plebiscitos sobre tantos fundamentales asuntos que se suponía mudaban el panorama y ofrecían un nuevo horizonte de esperanza, cuál ser debiera la relación entre el obrar y el decir de un legislador mantenido con el tributo de todos, y por qué la nación eligió y sostuvo, amén de una arcaica monarquía -de la que la propaganda oficial aún pondera su “papel estelar” en la transición-, siempre líderes y partidos sin transparencia alguna en su gestión, ni fiabilidad en su palabra; cómo se fue aceptando el ensancharse del trecho entre el insensato prometer y el efectivo realizar de los distintos Gobiernos; qué fundamentos morales existen o debieran darse de modo que no se tergiversasen nociones como democracia, justicia, socialismo, licitud o servicio institucional; en manos de quién se iba poniendo el elaborar leyes y aprobar presupuestos -preguntado todo ello sea retóricamente, a modo de introducción, sin necesariamente tener que entrar en honduras, ni realizar aún ninguna de esas elucubraciones que “no sirven para nada” propias del filosofar-?

¿Qué aguardar cuando triunfa una “democracia” puramente cosmética, donde perfectamente asumido está que cualquier partido se trata de una empresa más que el voto y la captación del cliente, en un aparentemente infernal clima de “competencia” en el que tan pronto puede escalar a lo más alto como hundirse en el olvido, coloca por encima de cualquier atisbo de probidad; donde, a causa de la naturaleza viciada del sistema como un todo, el gran fin de cualesquier “servidores públicos” solamente puede consistir en afianzar y perpetuar su imperio y su rapiña; una “democracia” consistente, principalmente, en el bombardeo publicitario a gran escala, promocionándola el 0,01% del país que puede permitírsela o comprarla, en feria y marketing infinitamente grotescos también cuando no se está en período electoral, en otro producto más de la mercadotecnia y la sociedad de consumo -¡habrase visto insulto a la inteligencia, la libertad, el destino de todos mayor, tamaña frivolidad pavorosa!-? Si en un mundo entrado en razón habría de resultar detestable que paguen justos por pecadores, ¿cómo no que carguen, de por vida en tantos aspectos, niños y niñas que ahora mismo nacen con la pasividad demencial de la gran masa que sostiene tal infamia; cómo no que las repercusiones de tan burdo modo de dominación de un país vayan a pagar generaciones venideras de aún no nacidos hombres y mujeres que verán la luz en esa praxis absolutamente envenenada y condenatoria, nuevas víctimas de su alineación, su miseria espiritual, sus silencios inaceptables, sus servidumbres ancestrales?; ¿qué sinrazón mayor que la comportada por el hecho de que los prudentes subordinados queden a las decisiones de los casquivanos, que los sensatos hayan de padecer como los que más la temeridad intelectual de quienes escogen por gobernante a Belcebú, que sus condiciones materiales de vida y de desarrollo dependan en alto grado de esa loca elección?

Aunque se defiende aquí la pertinencia de considerar La República platónica en contraste con la “política” actual como pueril show para más violentamente transparentar el grado de degeneración de los días que corren, también podría mencionarse, entre tantos otros textos desde los cuales poder contemplarlo mejor, la urgencia de leer, de Quevedo -teclear en google tal apellido significa encontrarse con la sorpresa de que el gran genio renacentista ha sido completamente barrido de las primeras búsquedas: ¡eso es cultura!- su Política de Dios y Gobierno de Cristo. Si antiguamente un teocentrismo patrimonializado por clero, nobleza y monarquía asentaba el dominio de tal minoría, ¿no se ha pasado de un extremo al otro hoy?, ¿no representa un hecho lo bastante grave que a la cabeza de un supuesto sistema de libertades y derechos estuviese, como así cabe ver que sucede en los tiempos modernos, el mismo Lucifer, maestro de la mentira con mil caras, del que cabe rastrear su presencia por cualquier calle o espacio digital; que pudieran quedar convertidos los distintos poderes en el cortijo de absolutos desaprensivos, que sus grandes cerebros y ángeles custodios fuesen las propias hordas demoníacas?; ¿no es lo bastante serio el tema sobre el que se interroga como para haberlo sometido, desde un principio, por higiene colectiva, a la más severa vigilancia crítica por parte de un pueblo realmente ansioso de su emancipación, al menos de una cultura independiente del gobernador como de la oposición, a una constante y esclarecedora observación realizada a fondo sin el gravamen de tener que acatar presupuestos previos, ni adoptar un tristísimo e indignante papel subalterno, ni haber de plegarse, a menos que fuese indispensable, al aparato estatal?; ¿no se devalúa hasta un extremo inimaginable la democracia representativa, por su propia definición, en cuanto las opiniones, posturas, adhesiones, intereses, deseos se forjan globalmente, cuando, además, prácticamente nadie dispone de herramientas adecuadas, tiempo -y menos aún de fundamentales claves internas: autonomía, arrojo y nobleza a nivel moral- para buscar, ya para empezar, su criterio de aquélla misma?; ¿no ha probado sobradamente la historia reciente, como ya advirtieran los antiguos -sabias máximas escritas ahí están desde hace milenios pero rara vez se leen, ni se contemplan con el ojo del entendimiento-, que degenera en populismo y en demagogia, igual que la exaltación de valores supuestamente carpetovetónicos en muy rentable patriotería? Sito quien fuere, si no completamente aparte de esta elemental manipulación, sí fuera de su inficionar tratando de identificarla y superarla, ¿cómo no escandalizarse ante la realidad de que cualquier sujeto tramposo, inmundo, zafio, con mucha más ambición que un arribista común, aupado por agencias o inversores de relieve, parezca candidato a conseguir tener en su mano buena parte no ya del presente y el rumbo de la nación, sino el destino histórico, su fisonomía mañana? ¿Se ha de tolerar, muda, ausente la libre razón, que la opinión pública española lleve casi medio siglo escudando en la “palabra mágica” democracia -lo que en otros tiempos no lejanos “Dios” o “patria”- un régimen en el cual, como lo muestra la fría objetividad de los datos, la inmensa mayoría malvive cada vez peor, y con menor conciencia de su situación espantosa, para que una reducida minoría acapare cada vez más con menores trabas y escrúpulos?; ¿es respetable el sistema político en el que se nos ha contado que vivíamos, “el menos malo”, tal triunfo de la estadística -Borges dixit-, cuando hechos innegables son que ni la información contrastada, ni el discernimiento de tantas realidades esenciales, ni la capacidad interpretativa, ni la circulación de un pensamiento nacido en oposición al que ata a lo ya dado -en vez de cuestionarlo de raíz- han sido nunca blasones de las gentes, ni las oportunidades de formarse y cultivarse para dejar atrás tales vacíos, ni muchísimo menos, generalizadas? Aunque fuere lícita la equidistancia ante agentes y sufridores de estas calamidades, a veces indistintos total o parcialmente -todo depende según el cristal y el ángulo de visión conforme con los que los miremos-, ¿resultan acaso moralmente aceptables?, ¿no se agrava y se normaliza el descrédito de la veracidad y el buen sentido, de la rectitud, del deber exigible a quienquiera que ocupe un puesto teóricamente en representación de otros, cuando se permanece indiferente, mudo ante la enésima demostración de que al “buen ciudadano” sólo le resta seguir la inercia establecida, hacerse el ciego ante el enésimo incumplimiento no de vagas promesas sino de programas electorales o principios constitucionales, resignarse, obedecer, no desdecir lo que “la mayoría” elige “libremente” en las urnas?

Enlazando con una reflexión precedente -por cierto, ¿no se ha agudizado más aún, incluso escandalosamente, durante los meses que median entre ambas, el coste de mantenerse en pie en España tal y como se vaticinaba?-, se reivindica en estas líneas, al modo platónico, al gobernante-filósofo que ha de ir albergando y cultivando cada uno en sí, dechado de saber desinteresado y que jamás querría, abrumado por la responsabilidad a pesar de su vocación real de buscar y procurar el bien colectivo, consciente antes de nada de sus propios límites, hallarse en tal papel, pero al que hay que recurrir irremediablemente, considerando uno de los males más antiguos de la humanidad la ambición en sí de gobernar, no ya una polis o nación, sino lo que quiera o a quienquiera que fuere, excepción hecha de uno a sí mismo. Aclarado sea que no supone el concepto de gobernante-filósofo un oxímoron desde el momento en el cual imaginamos que el amor a la verdad, y su respeto imperase en una hipotética praxis completamente limpia de “shows” mediáticos, fanfarrias, voluntades de ponerse por encima de otros como fuere, oportunismo, mentiras, demagogia, arribismo, nepotismo, etc; y, aun a sabiendas de que sonará a gigantesca quimera que ni la Utopía de Tomás Moro la propuesta, se ha de tener en mente tal marco ideal al preguntar: ¿no resulta completamente aberrante que no haya existido, que se sepa, ningún tipo de eficiente criba moral, conocida, para poder participar en política, tampoco, claro, para ser contratado como asesor; que una agrupación que afirma “querer gobernar para todos”, funcione como una empresa más, evidentemente anteponiendo a la verdad, la justicia, el cumplimiento programático, día sí y día también, la procura de votos, autobombo, resultados, prosélitos, dinero, aumento de su órbita? ¿No es absolutamente inaceptable ello, no queda completamente expedito el camino para que cualquier mamarracho megalómano, peligrosísimo enfermo mental preso de avaricia y afán de dominio, dispuesto para cumplir sus objetivos a cualquier barbaridad e infamia, esparciendo día tras día el contenido de la caja de Pandora por doquier? ¿Son respetables las cámaras de gas porque millones de alemanes votaron enfervorizados al führer? ¿Se ha de aceptar cualquier ley que salga del Parlamento porque se supone que ésa es la decisión “libre” y “mayoritaria”; o resignarse a silencios y omisiones de quienes acaparan el poder sobre tantísimos aspectos de la mayor gravedad pues entran dentro de lo lícito? ¿Es razonable que hayan existido o existan el sufragio censitario, la restricción del voto en función del sexo o la edad, pero no en virtud de unas sencillas y eficientes pruebas que demostraran que se posee necesaria capacitación y madurez humana para como para conseguir escoger representantes con una responsabilidad y saber mínimos, desde un cierto grado de alfabetización política, económica, cultural?

Atacando por otro flanco el putrefacto Estado español, dicho quede: nada tiene de casual que nunca jamás ni una sola fuerza política, en más de cuarenta años, haya realizado una autocrítica pública medianamente seria sobre la que, cada vez más, es la expresión de la hartura de la abrumadora mayoría del país, a la que sistemáticamente se ha ignorado y desdeñando se continúa: la abstención, la cual, en algunos casos, no es un acto de pasotismo sino que hay tras la misma un análisis, una meditación personal, una postura consecuente. No es azaroso tampoco que en ninguna convocatoria electoral se ayude al eventual votante a enfocar la verdadera dialéctica en juego, que no se trata de la de rojos contra azules, o partidos “de la casta” y “revolucionarios”, sino de productos encargados de renovar la cada vez más minada ilusión de que se importa algo en la cosa pública -dentro de un montaje general tan destructor de la individualidad pensante, la probidad, o la unión verdadera de “los de abajo” como el que más tras su engañosa retórica del “valer hoy todo”-, esto es puntales de la “política”, aspirantes a vivir de la babélica feria montada, y quienes, por decencia, no sólo jamás participarían de ella sino que, en razón de su delicadeza humana, sólo pueden situarse al margen del sistema de opresión, mendacidad, mezquindad, superfluidad, chabacanería, oscurantismo de cuanto realmente habría de importar, desinformación y corrupción que se impone y se vende como si inviable fuese cualquier alternativa. Ante tamañas calamidades perfectamente evitables, conforme más relevancia tuviese un puesto en la administración estatal mayor rigurosidad, responsabilidad y dificultad debiera darse para siquiera plantearse alcanzarlo, ¿cómo rechazar la sugerencia de la obligatoriedad de superar un test psicológico, cada equis tiempo, entre individuos facultados o no para desempeñarlo, de modo que si los exámenes revelasen indicios objetivos de megalomanía, ambición descomedida, tendencia al fraude, divorcio entre palabra y acción, o irracionalismo discursivo -entre tantos rasgos de inmoralidad con los que está España tan familiarizada y que se expanden de continuo-, habrían de incapacitar para aspirar a ocupar o renovar un alto cargo?; ¿es más trascendente acaso pilotar un avión o ejercer como maquinista de un tren que, supuestamente al menos, regir los destinos de una nación, encarnar decisiones gubernativas? ¿Por qué no hubo un solo experto en psicología que, al modo de Erich From en el pasado, poseyese algún eco mediático expresando a las claras, con fundamento, una realidad que más allá de ideología cualquiera, resulta evidente para el sentido común: que el rey siempre estuvo desnudo, que el pueblo, por su incultura y negación a la libertad, únicamente puede elegir para sí y para el resto farsa, galera y látigo, que el ansia desenfrenada de ocupar un cargo de relevancia, o de “trepar” socialmente, o de adquirir riquezas materiales y nombradía a costa de lo que fuera se ha de contemplar como una severa patología en sí misma, tal vez la más extendida y antigua, de muy duro tratamiento, no en vano jamás considera el espíritu necesitado de sojuzgar su propensión como una enfermedad que paga la humanidad al entero -y hasta esa ambición maquiavélica ha merecido los que hay que calificar de obscenos términos al glorificar el apetito de dominio, como “erótica del poder”-? Con la progresiva desafección e indiferencia inducidas hacia temas básicos para lograr simplemente tratar de respirar con un mínimo de tranquilidad, y que a todos conciernen, con la absoluta falta de seriedad con relación a problemas colectivos harto graves fruto de la banalización postmoderna, con la merma hasta la práctica desaparición de la reflexión popular sobre asuntos relativos al espacio público -“milagros democráticos” en esta nación, al compás de lo que sucede en el primer mundo, Occidente “desarrollado”-, la degradación está ahí enquistada, indistinta de preestablecidas rutinas, en el sonreír vacuo y falaz que embauca, haciendo de la escena social Jauja de usurpadores de codiciadas posiciones que jamás debieran tener ni margen de maniobra en una modesta comunidad de vecinos, de arribistas que copan escaños como si les perteneciesen naturalmente, que disfrazan su vacío argumental en eslóganes e imágenes rentabilísimas a modo de cebo, de profesionales de la mentira, de engatusadores de una plebe todavía mucho más lamentable que ellos, pues, a tenor de sus actitudes, mentalidad, conductas, ideas de sí y de la gobernación, como prueba la historia reciente, fabricaría a su verdugo antes que dejar de ser el idiota en sentido clásico, el indiferente griego de la antigüedad. Y se presta a ser más y más engañada, burlada, triturada, hundida, vejada, escupida en una praxis que tiene por símil -por respeto a tantísimos hombres y mujeres incomunicados en su esencia humana a consecuencia de la barbarie moral y económica imperante, desahuciados, hastiados, arruinados, enfermados, suicidados no se peca de sensacionalismo hiperbólico al proponerlo, si no que se supera el eufemismo por respeto a la espantosa realidad- un inmenso campo de concentración, ¿o no presupone una infelicidad global donde a un disfrazado canibalismo no hay límites, una inmolación colectiva preparada por los grandes amos del sistema, si bien la necesidad de engañarse, el constante apartamiento de la realidad, su suplantación por la propaganda y la publicidad, su simulacro, su tergiversación constantes implica, inevitablemente, una abyección moral que explica la ausencia absoluta de rebeldía frente a tanta miseria: la mistificación constante de las conciencias?

Una filosofía moral y política al margen de adoctrinamientos, donde el problema de la libertad posea un papel central, así como una sociología crítica, han de ahondar en el escándalo de esta histórica ceguedad consentida, que se manifiesta más que nunca con cada maravillosa “fiesta de la democracia”, en la cual la República platónica sonaría a inviable quimera, Prometeo resultaría descreído y abucheado, Cicerón acaso preferiría correr una suerte pareja a la de su triste final antes que verse apartado de cualquier grupo político donde probara a tratar de hacer escuchar su voz, Cristo volvería a la cruz o sería internado en un psiquiátrico, y cualquier humanismo que aún manejase una idea de hombre y mujer separada del sometimiento a mercados e intereses prácticos se entendería como un estéril ejercicio de trasnochado utopismo.

Obsérvese, completando la crítica de fondo que este texto vertebra, que a veces la realidad viene a confirmar lo que ya se explicara, supone el aval a un pensamiento que evidencia y ataca falsedades con las que imperdonablemente se ha transigido largos años, y que por ende no gusta escucharse, como dándose el mejor corolario de aquél en un hecho. Así cabe interpretar las declaraciones de Felipe González hace unos meses, escoltado por Zapatero y el actual presidente -¡nada de anecdótico en el protocolo ni en sus participantes!-, afirmando públicamente una de las verdades del barquero, algo así como que en democracia la verdad es lo que cree que ésta es la ciudadanía. Implícitamente lo reconoce el susodicho: la política española, por si hubiese alguna duda desde la buena fe, ha posibilitado que hasta muy peregrinas mixtificaciones puedan calar como certidumbres populares, y, a la inversa, que evidencias inconvenientes sean borradas, que se transformen en nada; igualmente, en su cara más visible, nunca significó aquélla mucho más que una escenografía hueca que redujo al potencial votante al asistente a un amañado e inocuo espectáculo. Es lo que tiene despreocuparse completamente de buscar sentido, vida, emancipación; por eso aquí no interesó jamás discernir entre realidad y creencia, ni entre persuasión y verdad, por eso el país delegó su rumbo en grandes embelecadores como el interfecto; ¡no podría haber sido de otra manera! ¿Cuándo no fue España otro heredero del pan y circo romanos, habituado a la farsa, el infantilismo de vivir en ilusiones infundadas; cuándo no se mostró reacia a ponerse de frente ante sus miserias -como que hoy por hoy se siga en la senda trazada de convertir poco a poco en un lujo el techo, el pan, la luz, el agua, o disponer de un ocio de calidad para desarrollarse interiormente, para humanizarse, pues si simplemente se satisfacen necesidades biológicas no se sabe ni lo que es estar vivo espiritualmente-?

Apréciese que si hace unos pocos siglos la osadía extraordinaria de expresarse contrariando creencias y prejuicios masivos merecía sinos tan crueles como la irrisión, el destierro, la persecución, la hoguera, u otra forma de tortura hasta la muerte, hoy la peor represión mental puede asegurarse con una sutileza demoníaca, además tras una falsísima apariencia de que, dentro de ciertos límites, casi todo cabe “pensar”, “expresar”, “difundir”: cierto grado de racionalidad puede, si rompe cadenas y hace abstracción de multiplicidad de influjos dañosos, manifestarse hoy, sí, pero a cuentagotas, siendo absolutamente marginal; indudablemente, los viejos griegos mostraron un respeto mucho mayor por el saber en sí -ahí está hasta el culto a la matemática, la gramática, la erística-, o la necesidad de recapacitar sobre problemas atingentes a la colectividad; en el presente la invisibilidad y el silencio, o el diluirse en una espesura de olvidables banalidades al cabo de unas horas, esperan a toda voz a la que dar audiencia pudiese encaminar hacia cierta sensibilización con y concienciación de algunos de los muchos desastres, vacíos, falacias y contradicciones susceptibles de ser apuntados en las bases del régimen político y del modelo económico que tanto sufren, degradados humanamente hasta extremos casi que impensables a veces, hasta los más adaptados y exitosos dentro de ellos, paradigmas también de la vergonzosa estafa en la que consiste -y la farsa que la edulcora- la “vida” que se propone, cuando no se impone, para nuevas o viejas generaciones, desde que se nace hasta que se muere. Mas no porque tal sea el ominoso panorama, claro está, hay que sucumbir a la opresión sistémica, y con el objeto de alentar insumisas voces y poder sondear la profundidad de la impostura referida a la gobernación de este país y al vivir de la “política”, bueno fuera conocer y releer al padre fundador de la ética occidental mentado en este escrito: por más que diversos aspectos de su teoría, con el tiempo, resulten criticables, aunque Platón pecara de elitismo, de utopismo quizás, de dogmatismo, aun resultando una evidencia la dificultad de reinterpretar y llevar a la práctica partes tantas de sus teorías, ¿no estaba plenamente acertado en muchos puntos, principalmente en la estrecha conexión entre moralidad, justicia y acción política -aun habiendo las tres de ser, antes de nada, redefinidas hoy-, no merece atención pues le da la razón el aberrante presente: la absoluta degeneración de una “democracia” que ya nació podrida, la amenaza de una próxima tecnocracia que parece que nada tendrá que ver con sus postulados desde el momento en el cual ésta entenderá el Estado como una inmensa empresa con múltiples áreas especializadas, y atenderá principalmente a datos macroeconómicos y aspectos materiales y cuantitativos, desentendida del crecimiento y enriquecimiento específicos como criaturas humanas de los miembros de la población, otro utensilio más para la maquinaria estatal? Se cree, naturalmente, en la vigencia del mensaje platónico, sí, y se añade que, para tener por orientación ciertos ideales de La República y reinvindicarlos, no hace falta consultar a sesudos intelectuales, ni mucho menos recurrir a “iluminados” que lideren ciertos procesos, sino simplemente volver detenidamente a Platón, trascender la tiranía cegadora del aquí y el ahora, superar la anquilosis moral del presente, detestando unas fundamentales realidades que, a la luz de la historia reciente, más allá de toda ideología y discusión, habrían de asumida ser por todos y cada uno de los pobladores de esta siempre condenada nación: que la peor de las psicopatías, la del ansia de ejercer el y proyectar poder, el mismo fascismo psicológico -sólo que agregándole una desmesurada ambición- del que, en su existencia privada, engaña, veja, cosifica, instrumentaliza, manipula, cuando no reduce a nada al otro con tal de someterlo, se halló desde el primer momento en los mismos cimientos de la forma de concebir la “política” en nuestra “preciosa democracia”; y que tamaño mal solamente podría combatirse cuando las vidas, las conciencias, los corazones, en verdad, fuesen encontrados, desarrollados, afirmados, significando mismidad, plenitud, independencia, arte, felicidad per se, en cada quien.

Si la psicología ha alcanzado cierto grado de objetividad -algo absolutamente real pese a que la disquisición sobre si son plenamente científicos determinados postulados y métodos de algunas corrientes continúe-, ¿cómo no validarla sociológicamente a modo de creadora de precisos y utilísimos tamices, como un instrumento privilegiado para que no empeore y quede atada a voluntades espurias todavía más la vida de millones de seres, velando por la salud psíquica de países enteros? Bastaría con escucharla y respetarla cuando detectase con bastante nitidez, en altas instancias políticas o modestas concejalías de pueblo, perfiles de potenciales psicópatas, o personalidades de moral laxa, y predijese sus líneas básicas de conducta esperables en ciertos contextos, así como las repercusiones derivadas; ¿fuera ello pedir la luna? Lo que del todo inexplicable resulta -a menos claro está que, como Foucault ya observase, los entes públicos y la teoría y praxis de los diferentes saberes integren una misma red de dominación con múltiples puntos que reproducen el poder en boga, su discurso, sus postulados, sus proyecciones- es que, en pleno siglo XXI, siga obviándose un mal tan elemental como que nunca jamás acceder debiera a toma de decisiones que afectan a otros, mucho menos a la presidencia del Gobierno, sujeto alguno con tales caracteres, u organización o instituciones que abrigan o fomentan tal patología sobradamente estudiada. Si así hubiese sido, el imperio más grandioso de la historia, Roma, se habría ahorrado su triste fin, igual que no se habrían producido millones de muertos con Stalin, y Hitler y Goebbels habrían sido internados antes siquiera de poder dirigirse a las masas... ¿Qué criba rigurosísima, qué purga radical -tras la cual, con certeza tantas siglas aquí por todos conocidas desaparecerían para siempre y serían en el futuro estudiadas como el reflejo meridiano de sociedades profundamente tiranizadas por su propia insensatez, analfabetismo, entre otros muchos por los pecados capitales bíblicos- habría que realizar para que únicamente, si es que tal existiere, quien poseyera verdadera vocación de sacrificar su vida toda por los intereses nacionales, auténtica sensibilidad social, viendo al otro como a sí mismo, anteponiendo el bien común a sus propios hijos si se terciara, pudiese quedar a disposición de hacerse cargo de la responsabilidad grandísima de legislar? En este atrevido ejercicio especulativo no se osan conocer los secretos de ello, mas sí se cuenta con la certidumbre absoluta de que nunca jamás debieran haber faltado, ya desde Pericles, con la democracia directa, algunos puntos que anticipasen el que debiera ser el camino histórico de la humanidad hacia una sofocracia cada vez más exquisita, paulatinamente menos ejercida por expertos y progresivamente más por el conjunto de los ciudadanos de a pie que fuesen, exponentes de intelectualismo ético platónico, superando exámenes de capacitación para elegir representantes a mayor o menor escala, de los cuales el presidente sería no más que un delegado a sus órdenes: prohibición de postularse para cargo alguno, ni siquiera alcaldable de una perdida aldea, sin superar severísimas pruebas psicológicas, obligatoriedad de debatir públicamente cada cierto tiempo con los mayores estudiosos de economía, psicología, filosofía moral o historia, de enfrentarse a comités de sabios con la facultad de punir y formados por miembros de una sociedad civil ilustrada -por supuesto sin amaño alguno-, de hacerlo periódicamente, pongamos cada tres meses, habiendo siempre luz y taquígrafos en la acción política -incluyendo la transmisión en directo de las deliberaciones de gabinetes de crisis o reuniones ministeriales para cavilar, implicando el ser servidor público tener que renunciar a prácticamente toda privacidad-; a ello se podría agregar la obligación de pasar por los más sofisticados detectores de mentiras cuando la sofocracia lo decidiera y sin previo aviso; el haber de otorgar a cualquier medida el visto bueno los representados -que vendrían a obrar a modo de oposición y, además, expresión práctica de una soberanía popular sustanciosa y activa, en todo momento, siempre que superaran los test diseñados ad hoc de “madurez como sofócrata”, podrían echarla abajo aunque el propio Ejecutivo la hubiese aprobado-; la fiscalización diaria de todas las agendas políticas; la imposibilidad de cualquier dignatario del régimen de cobrar más que un funcionario público de clase A -de modo que pretender “hacer carrera” con responsabilidades como servidor de la nación perdiese cualquier atractivo, y una constante precariedad, una gran incertidumbre sobre su futuro ya a corto plazo, pesara lo suyo en el alma del gobernante-. Así cabría hablar del sometimiento del poder fáctico al ojo crítico de una ciudadanía que se serviría sabiamente de sus representantes como de peones para mejorarse a sí mismos y al resto, de modo que se invertiría la funesta lógica siempre dada en cualquier “democracia”; por descontado, el político dejaría de ser una celebridad y un títere de amos sin rostro, y la política una tarea, en potencia, excepcionalmente lucrativa, deseable, llevada a cabo cuando interesa tras una oscuridad que permite hacer o deshacer lo que se antoja, posibilitándose así el enorme salto de calidad que va de tener por cabeza visible de una nación un desvergonzado y ridículo showman, y o un déspota, a un probo estadista constantemente sometido a implacablemente analíticos ciudadanos con el merecido certificado de “sofócratas”, cuya obtención sería siempre accesible a todo hombre o mujer, pero costaría, en cuestión de esfuerzo intelectual, mucho más que cursar una carrera o doctorarse.

¿No significa nada más que retazos de política ficción impracticable lo expuesto?..., así tal vez se vea porque se fue y se es “educado” para tragar y obedecer; sólo porque la idiosincrasia del país es la que es, resultando lo peor no la mentalidad de esclavo y la ignorancia abrumadoras sino el continuo y orgulloso aireamiento, que por supuesto nada de azarosos poseen, de ese vasallaje y de esa necedad demenciales que todos hemos sufrido y pagamos durísimamente. ¿Qué régimen salvo una sofocracia que por pionero tuviese a Platón, por qué no incluyendo, debidamente fundamentadas y desarrolladas, algunas sugerencias o pinceladas como las aquí apreciables, podría suponer, inicialmente, la medida de choque que una ciudadanía mínimamente deseosa de ser libre, cuerda y dueña de su tiempo y su espacio? ¿Cómo poder algún día erradicarse la insultante, vomitiva orgía de humo, falsedad, demagogia y vampirismo cada vez menos encubierto de la “democracia”, producto de la infección que aquejaba y sigue afectando, desde sus raíces, a todo el cuerpo social, sin el imprescindible amor al saber por el que podría empezar a calibrarse la necesidad de traducir en hechos cree uno que interesantes ensoñaciones como la aquí recogida?
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Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna 15 Jun 2023 02:34 #76298

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"De peligros sobre la misma ciencia ficción perfilados en el horizonte histórico en la década pregonera del transhumanismo y la IA": (Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna para la consideración filosófica) (V)



Si, más allá de toda funesta hipocresía colectiva -de la que únicamente quien se abstuviese de raíz de cualquier forma de participación en la penosa farándula supuesta casi que por cualquier expresión de la vida social, vigilando además con celo el origen y la naturaleza de sus contenidos psíquicos, se eximiría-, aspectos fundamentales de la realidad profunda de hombres y mujeres de hoy -como la lectura de sí mismos traslucida, su autonomía o dependencia a la hora de sentir, ansiar, obrar, su calidad o degeneración personales, su norte vital mínimamente pensado si lo hubiere, los principios importados o endógenos que lo sostuviesen, su entereza, su capacidad de abiertamente relacionarse en su entorno, los filtros o distorsiones a la hora de interpretar su tiempo- tuviesen el peso que, en una cultura simplemente un poco respetuosa con la racionalidad de poseer habrían en sus tristemente serviles y prefabricadas existencias, si se diese la previa concienciación de ello, ¿qué sociología pro sistema no habría de rasgarse las vestiduras teniendo que reconocer el desastre y la ruina interiores de las gentes, qué ingenuo teórico del orden y concierto de la existencia colectiva no habría de llevarse sus manos a la cabeza constatando que, en el tiempo de la tecnocracia, la paulatina tecnologización de todo el espacio público y el de la creciente virtualidad y representatividad de las empresas e “identidades”, cuando prontamente con la IA “componer” música al estilo de Bach estará a golpe de unos pocos clics, no sólo no logra atenuarse el malestar general de amplias capas de población -inferible, más allá de sus notorios síntomas, u observaciones triviales, a tenor de la tasa de suicidios y tentativas de autoaniquilación silenciados, de enfermedades mentales detectadas, incluyendo en ellas, por descontado, a grandes potentados, si bien visitas psiquiátricas por miles habrá que en la más estricta privacidad queden-, sino que la infelicidad global semeja ser, con una población vergonzosamente contentadiza que se aviene con el pienso, el pan, el circo que se dispensen, el lógico resultado de modelos sociales donde sus células elementales, mentes particulares, en vez de dar pasos al frente por su emancipación identificando y rompiendo cadenas, buscarse, desarrollarse, individuarse, ser y dejar ser, se dedican, principalmente a guerrear entre sí tal y como fueron y son programadas, reproduciendo las bestiales opresiones heredadas y convenientemente disimuladas o encubiertas; un “orden” infernal en el que, cada vez más residual y anacrónico el espíritu cristiano -que, a pesar de su oneroso componente represivo, al menos morigeraba un tanto la rapacidad, y hasta permitía cuestionar algunas supuestas bondades, del dios mundano llamado Dinero-, ni en su cúspide ni en su zócalo existe rastro de un eje y o un fin del todo cultural en base al cual quepa hablar de una idea de hombre y mujer que presuponga en éstos una natural aptitud para ser y vivir plenos, libres, dichosos y singulares al afirmar sus puntos diferenciales, ni se barrunta una retórica altruista aunque tuviese mucho de falaz y de forjada desde el temor -como la que no hace mucho presidiese, por ejemplo, la creación de la ONU-, por lo cual razonable es que ni valor ni substancia algunos se concedan a nadie puramente por sí, sólo identificable siéndose -en un entorno antihumanístico obviamente distorsionada la veracidad individual por la sucia y devaluadora mirada que se suele lanzar hacia quien rechaza no tratar de ser auténticamente él, empujado cada cual por la desafección generalizada, a la vez, a encerrar al prójimo en clichés acostumbrados- de claudicar ante hondas y numerosas alienaciones elementales, más otras novedosas que se apuntan amenazantes?; ¿cómo no, en tal contexto viciado, dibujándose eventualmente escalofriantes rumbos de arriba a abajo trazados en la agitadísima torre de Babel del presente, presentarse como uno de los grandes problemas desde siempre pendientes -ni siquiera siéndose en general ni un poco consciente de su relevancia- el de la felicidad, búsqueda y cuestión específica de la ética que, completamente desaparecida hace tanto ya de la vida pública, deja más que nada en manos de publicistas y propagandistas, creadores de modas e ilusiones a rentabilizar, el asunto, pues la supuesta salud anímica, o la vigorosidad y entereza mentales, mayoritariamente se “exhiben”, se fingen y se inventan, huelga decir también que comprando al contado, o costeándose a crédito, no pocos ingredientes suyos?


El día a día y el pasado remoto lo enseñan a todas luces, entrañando una de esas lecciones que nunca se escuchan sino aisladamente: sin redención de tantas cadenas, invisibles las más, no puede haber para la humanidad contento, éxtasis de ser y de vivir, aunque sí logrados simulacros, especialmente en hipócritas culturas de formas y mistificaciones heredadas de generación en generación. No ya según cabe como mínimo sospechar, sino por respeto a la evidencia, hay que señalar que, innegablemente, fuerzas hegemónicas, siempre con el consentimiento de multitudes sumidas en el mal milenario de la ignorancia, y reacias a la hora de ser y vivir libremente, en cada tiempo, moldearon en sus cimientos el tipo “humano” conveniente, el vasallo, el peón, la sufrida mula de carga que interesaba, y dentro de éste, entre tantos otros aspectos, su noción de “dicha”. Hoy nada indica que pueda ser distinto; y bastaría preguntar por el tema de este escrito a aleatoriamente escogidos sujetos para deducir que la felicidad absoluta se considera quimera, y que no predomina tampoco, ni de facto ni como viva ilusión de cada día, una relativa, ni siquiera como remota meta, creencia o ideal; que, a lo sumo, se trata sólo de “chispazos”, “ráfagas” pues, por supuesto, a la vuelta de la esquina, la “vida” cuenta con jarros de agua fría que indefectiblemente caerán sobre nuestra cabeza, y el “amor” nuestro un monstruo esconder puede que nos apuñale en cuanto nos descuidemos -ahí ejemplos de dominio global de la lógica capitalista donde la “vida anímica”, objeto de mercadeo, también tiene bastante parecido con un frágil bien tangible a adquirir, de hecho se ofertan “alegrías”, “iluminaciones”, “nirvanas” como crecepelos, manifiesto resultando que cualquier oscilación económica comportar puede reveses con gran alcance, mudanzas de pareceres y metas, afectando al propio autoconcepto de quien lo sufre-; a tenor de lo cual no ha de extrañar que en tal contexto impere el mayor descrédito de la felicidad como natural efusión del “alma”, que fines espirituales y existenciales más allá del tener y aparentar ciegos queden obnubilados o semejen inexistentes, que posibilidades de encuentro humano se presenten condicionadas por la aceptación de ese vacío de fondo en el cual no existen, ni cual remota alternativa, ni mente ni corazón como fuentes gratuitas, generosas, infinitamente ricas de luz y disfrute, aparte de por modas referentes al placer, el viajar, las TIC, o la mejora del nivel adquisitivo-.


Enlazando con las últimas consideraciones, y acercándonos al asunto central aquí, se explica una paradoja de la hora actual, que no lo es tanto, para nada, examinando las cosas un poco de cerca: el espectacular progreso de los últimos tiempos, sobre todo tecnológico, en vez de contribuir a libertar a través de la procura del conocimiento, la profundización introspectiva, la amplitud mental, o el discernimiento entre realidades y falsedades, ha expandido la cultura de la distracción y la comodidad, la desinformación, la hegemonía de la charlatanería y el “espectro virtual”, el hablar por hablar, el bulo, la frivolidad -igual que, en lugar de fomentar el respeto a la verdad íntima de las personas y su descubrimiento, unos veinticinco años de infantil uso generalizado de nuevas tecnologías han traído la depreciación de su sentido, de la cual es reflejo una opinión pública que, como bien saben expertos en psicología de masas y comunicación, exige ahora mucho menor esfuerzo a la hora de elaborar un mensaje que la persuada, para ser convencida de lo que conviniere, que hace treinta años, mientras que su indiferencia hacia comunes penurias perfectamente evitables con un mínimo de sensatez consensual, o su desdén ante la corrupción galopante son escandalosamente mayores-; en fin, habiéndose contado con los medios y facilidades mejores para una enriquecedora comunicación, muy mal empleados los recursos, se han traducido su abundancia y mejora continua en el ahondamiento en el abismo de una deshumanización que viene de muy atrás, tema desgraciado de este texto: he ahí la antedicha paradoja aparente: interiorizándola cabe augurar que, antes que óptimos instrumentos de realización, autonomía, paz social y plenitud, en pueblos hipertecnificados, el transhumanismo y la Inteligencia Artificial, actualmente en boca de creadores de tendencia y opinión, es más fácil que acaben representando un paso más, acaso el decisivo en el primer cuarto de siglo, en una deriva de alejamiento de la criatura humana de facultades específicamente suyas -anticipo de una robotización mucho más de temer que el maquinismo de la Revolución Industrial para el amenazado proletariado con perder su fuente de ingresos-, pero que deben ser cultivadas so pena de prematuramente quedar reducidas a nada -espontánea sensibilidad lírica, pensamiento abstracto, sentido estético, inquietud metafísica y religiosa, interrogar incisivo de quien se niega a ser enredado en falacia alguna, diálogo al modo socrático...-; otra fase en una escala medidora del divorcio del modus vivendi vigente con nuestra desnuda humanidad -búsqueda incesante y nunca cerrada, sentimiento y expresión artística puros- aún mapeada en carreras tradicionalmente “de letras”, allende artificios y falsas certidumbres, y con su conexión -sin filtros mercantiles, políticos, o dados a resultas de un detestable “colonialismo psicológico”- con nuestros semejantes.


En posesión del más elemental sentido histórico, quienquiera que mirase su presente, además de saberse inmerso en una época de mutaciones vertiginosas y extrema confusión mediática dentro de la cual no cuenta con la perspectiva de conjunto adecuada ni para leerla ni para ponderarla adecuadamente, debiera echarse a temblar ante la agudización del desfase que se da en ella entre devaluado y esclavizado sujeto -hijo de Adán en la presunción cristiana-, que apenas si puede contar unos minutos diarios para intentar respirar relajadamente y procurar plantearse las más elementales preguntas en torno a sí y su cambiante entorno más inmediato -por lo tanto mucho antes que una digna criatura inteligente se trata, quiérase o no admitir, de un cegado obrero del averno, y esta sola realidad basta para condenar al entero y sin paliativos una civilización que, al igual que el monstruo de Frankenstein a su excéntrico hacedor, se ha tragado a su constructor, prefiriéndose, además, ignorarse ese engullir de carácter multitudinario-, y alabada obra -de la que la tecnología omnipresente en las distintas áreas del vivir, el “saber como poder” en general del materialista Francis Bacon en su versión más sofisticada, es solamente una expresión-, obviamente, cada vez más expandidos por todo el orbe modos de trabajo, de relación, de comunicación, de interpretación de la realidad que agrandan la exterioridad tecnificada supeditándonos a ella, tanto como, por sus propias dinámicas y sobreestimación del rendimiento inmediato, hacen que se dé de lado la pregunta por el sentido de fondo, si lo hubiera, de tantas inmensidades interconectadas, contando siempre con la más positiva de las presunciones su exhibir una faz nueva, o el presentarse un producto recién salido de oscuros laboratorios a saldo de poderosas multinacionales, más ya que identificándose con el progreso o el futuro, siendo deificados el medio y el “para”, y ensombrecidos, en cambio, el porqué, así como el coste final desde múltiples perspectivas y peligros eventuales tantos de la rabiosa novedad. Donde exista auténtica sensibilidad social, o una voluntad real de ser autónomo director de los propios días en el presente -de la cual un paradigma sería el nietzscheano “hacer de la vida una obra de arte”, por más que en su caso personal tantas dificultades lo impidieran-, tal ahondamiento en la asimetría reseñada habrá provocado hace ya tiempo rigurosas reflexiones sobre qué se es o serse quiere, qué hay de biología y de producto cultural en nuestras conductas y pensares, los límites de la hipotética condición humana, y los significados e implicaciones de disponer, como nunca antes en el precario e incierto periplo del hombre por este mundo, de saberes prácticos y técnicas derivadas para trasformarnos hasta el punto de que la posible personalidad no cuente -pues nada es más cierto que el cambio y el travestismo-, de que la búsqueda de una conjeturable identidad estable quede absolutamente difuminada, y de que se vaya viendo como razonable que hayamos de ir abdicando del ejercicio de algunas habilidades, o de la adquisición autodidacta de ciertas destrezas, o de involucrarnos en complejos procesos de aprendizaje y creativos porque “ya hay alucinantes programas e ingenios informáticos que lo van a hacer por nosotros”, o porque -incluso- cabrá la posibilidad de “inventarnos” siendo difícil deslindar el campo de la robótica, la informática y lo tradicionalmente humano, pudiendo darse así la puntilla a cuestiones filosóficas como yo, trascendencia, alma, moralidad, libre arbitrio o creación individual -si bien no dejarán de formularse éstas en tanto un sólo ente pensante se sienta libremente a sí-, vaciando de cualquier significado inherente a cada quien.


No debiera tampoco representar preocupación menor qué tipo de ingenierías y de constructores tienen en sus manos, con una osadía difícilmente separable de la temeridad, poder ir modificando decisivamente aspectos tan trascendentales como la visión acerca de, relación con su cuerpo y su mente, funcionalidad, o sentido posible de los seres humanos; qué programa, motivación, filosofía hay detrás de todo ello cuando el transhumanismo parece querer imponerse globalmente, cuando por doquier semeja darse por hecho el asentimiento acrítico de la población a alteraciones en curso, proyectadas, incluso anunciadas, superficialmente, sin entrar en detalles, con antelación; ¿no habrá que mantenerse muy alerta según se comenta, al menos, si es que aún creyésemos en nosotros mismos cual criaturas precisadas de independencia y capaces de alcanzarla, como el fin sagrado sobre accidentes y entornos, cual de por sí, al margen de cualquier fasto, injerto novedoso, aparato técnico, cosificación, afiliación y rendimiento en un circuito productivo, criaturas infinitamente amables, dignas, sustantivas, por descubrir, vivir, amar a lo largo de todos y cada uno de sus días, con potencialidad intrínseca de dioses al modo platónico? Urge que así sea cuando, muy lejos del gran optimismo, como pronto probó la centuria posterior asaz ingenuo, con el que el siglo decimonono acogía descubrimientos, inventos, avances en tantas ciencias y disciplinas, el mortal postmoderno, semejando inmerso en procesos de experimentación donde parece jugar el papel de conejillo de indias, recibe “lo que le echen”, empapado de una propaganda y publicidad previas que ya han diseñado, como conocen sus muy capacitados analistas, en buena medida su actitud, y hasta han modelado su tono emocional como receptor pasivo, sin duda detestables rasgos idiosincrásicos del morador terrenal del tercer milenio. Sin tener que recurrir a la ciencia ficción del estilo de la de Bardbury o Wells, que cobra un interés nuevo tanto tiempo después de su alumbramiento, ni a lo que algunos verosímiles relatos y testimonios del pasado y el día a día enseñan, simplemente de modo cautelar, hay que pensar que cuando se anuncian y o se venden maravillas de la técnica pueden tener éstas un coste carísimo, aunque cierto es que mejoren materialmente, es decir -dicho sea sin restar mérito a la ardua investigación y traslación a la práctica de ésta-, de un modo superficial que no debe atender más que el sujeto frívolo, la existencia en general, suponiendo prodigiosas herramientas para obrar, desplazarse o comunicar, brindando comodidad o bienestar -lo cual no debe hacer perder de vista que las reales salud física y psíquica bien difieren de ello, probada verdad en cada instante en sociedades desquiciadas como la nuestra, donde no se sabe ser dueño de uno mismo, en las que emociones tan primitivas como la ira, la inseguridad ansiosa que insta a unirse a un grupo, o la facultad de inspirar un entusiasmo artificioso y vacío de contenido, logrado en ocasiones simplemente alzando más de lo normal la voz en un estrado, siguen resultando determinantes como para tener notable peso en decisiones tan relevantes como qué fuerza política, y quién dentro de ella, presida un país-.


Irresponsabilidad o ceguera negar que, en virtud de la propia dinámica histórica, lógico es que cualquier avance haya de emplearse, aunque fuese sutilmente, como un potencialmente terrorífico instrumento de dominación; ¿cómo no habría de ser así también en el presente, cuando importa la persuasión a despecho de la verdad, cuando cada cual va creyendo poder jugar a transformarse en Mr. Hyde a conveniencia, cuando se da la escalofriante posibilidad de alterarse, fabricarse, inventarse y reinventarse ad hoc, de que deje de poseer significado alguno cuanto se hubiese hecho o dicho atrás pues ya no se ha de ser ése que ayer decía u obraba de determinado modo, cuando nadie ha de molestarse en poner la lupa sobre lo que sinceramente se creyese, se sintiese, se supiese, las aptitudes creadoras, la autenticidad subjetiva, la capacidad de razonar a título individual...? En los últimos veinticinco años Internet ha supuesto toda una revolución histórica en el campo de las comunicaciones y la visión de hombre, mundo, vida, pero -datos y hechos cantan, basta ver el nivel formativo, cultural de unas y otras generaciones- aún se ha de trabajar la calidad mínima no del medio sino del creador, no de la vía de manifestación sino del emisor; a raíz de esa omisión paladina, entre otros males, se ha ido acabando con el escaso respeto al lenguaje que aún quedaba en el fin del pasado siglo -y sin intimar día a día con la palabra libre, sentida, pensada, se es, casi que inevitablemente, preso de cualquier patraña o demagogia-. En la década actual el panorama es aún más serio si cabe: se habla de experimentar con cuerpos y mentes superando no ya ciertos límites morales que pudieran ponerse, sino algunos presuntamente relativos a nuestra condición o biológicos; desde luego, maravillosos avances que contribuyan al mejoramiento de las condiciones existenciales no habrían de constituir problema alguno si una elemental cordura y concordia imperasen planetariamente, pero ya que no sólo no es así sino que no hay ni asomo de las mismas, y no es cuestionable que ni siquiera se ha alcanzado la más elemental educación emocional -poco que ver con la eclesial durante tantas centurias- cuando la guerra, el hambre, la explotación del otro o la marginación continúan ahí como siempre y, tal vez, suscitando una odiosa indiferencia como nunca, cuando, además, nuestra época abiertamente proclama que no se es feliz, ni se nace para serlo, ni se cree en ideas de amor o paz tradicionales, entonces cualquier forma de progreso, lógicamente, supondrá fácilmente un arma en detrimento de su, en principio, beneficiario, por añadidura, encerrado en un sentido de realidad en el que, casi que forzosamente, casi que sistemáticamente, un ethos le define que se resume así, en política -acaso el mejor reflejo de la infinita miseria o elevación moral de una era y o un pueblo- como en otras áreas del vivir: matar o morir; y por ello la interacción enferma está de sobreactuación, y en cada paso dado tácito resulta que van con quien lo da arneses y municiones, como si se tratase de El Príncipe, o El arte de la guerra no ya reeditar sino superar en sordidez para sobrevivir o prosperar.


Por supuesto que la aplicación del saber a la praxis forma parte sustancial de la evolución de la especie, y es admirable cuanto a ella se refiere; innegablemente, inherente es a la naturaleza del hombre una fabulosa capacidad de soñar a despecho de la lección funesta de Ícaro, de forjar para sí, y crearse a sí en respuesta a su indeterminación natural e inadaptación al medio, mas, ¿no resulta extraordinariamente peligroso cerrar los ojos y dar el sí a tal propensión cuando una fuerza aún mucho más poderosa que la referida existe, en paralelo: rendir al semejante, recurriendo con tal objeto, modernamente, al conocimiento, a la ciencia y la técnica; ambicionarlo locamente? Además, cabe como poco argumentar seriamente que este tipo de espectacular avance y la felicidad real de la humanidad -aunque, claro está, no es honesto hablar en términos categóricos, ni siquiera precisos, de la última- van por senderos muy distintos. No supone apelar a un trasnochado romanticismo -ni es preciso para fortalecer el aserto siguiente recordar conclusiones de trabajos de campo antropológicos, ni testimonios de antiguos conquistadores civilizadores, “salvadores” de miembros de pueblos pobrísimos, que éstos cooperaban con un sentido de la solidaridad inexistente en el hemisferio Norte entre sí, o que sufrían el mal ajeno como el suyo, que no requerían honores ni distintivos para vivir con una espontánea sonrisa grabada en sus faces a pesar de los peligros y precariedades del entorno habitado, mueca que fue borrada para siempre cuando quienes iban a hacerles “generosamente” subir al “carro del progreso” los invadieron- para sostener una verdad que, en su simpleza, habría de suponer todo un conflicto cognitivo para el alienado sujeto del mundo desarrollado, el mismo en cuya vida, ahora, parece que habrán de ir introduciéndose elementos característicos del transhumanismo y la IA: la dicha y la plenitud acaso sean demasiado sencillas como para que de su simpleza goce ningún ser maleado desde niño por la cultura del consumo, el materialismo, la competitividad, el clasismo, el tufo mercantil en manifestaciones, charlas, anuncios, encuentros..., como para que atienda a sus llamadas grabadas en sí, como para que las siga a contracorriente, las encarne, las viva. Aceptando la tesis -hoy, por supuesto, en general descreída, muy difícilmente sostenible inmerso uno en este tiempo superador de tantas distopías tomadas por mera literatura no hace tantos años- de que hay, para toda criatura racional, una natural felicidad fundada en ser, incluso en las peores condiciones materiales alcanzable si se toma el camino de espiritualidad hacia ella, no resulta descabellado afirmar que ésta es patrimonio de la simplicidad, en sintonía con la humildad predicada por las Sagradas Escrituras, o las antiguas palabras de estoicos o epicúreos; y que nada tanto dista de la misma como un modelo social que apenas concede respiraderos, donde a nadie debiera sorprender que algunas de las naciones más avanzadas sean líderes destacados en consumo de antidepresivos o ansiolíticos -incluyendo cada vez más altos mandos, CEO, en algunas zonas incluso tal vez más que la aún llamada “clase trabajadora”, un dato que no es ocioso para el análisis sociológico-, problemas de comunicación, fraudes, formas de violencia, o número de falsedades apreciables en la escena pública; ¿no guardará relación todo ello con un verdadero azote de la humanidad, una lacra de todos los tiempos: la ausencia completamente innatural de rebeldía espiritual, el plegamiento, desde la mímesis propia de cualquier sujeto negador de su propia originalidad, a modos de existencia uniformes, convergentes con la multitud prediseñada, ahora, por ejemplo, dejándose configurar psíquicamente para ver como se insta a contemplar lo que fuere, lo que ser pudiera el transhumanismo y la IA?


Si otrora, hasta fines del pasado siglo, el ascendente aburguesamiento, de un prosaísmo sin complejos -dinero, dinero, dinero, poder, poder, poder (sin reparar en cuanto en ello pudiese haber de grilletes y de conversión en espectro en la ficción del vivir colectivo)- motivó que el productor y consumidor resultante se creyese casi que en la cúspide de la historia, identificando goce comprable y dicha, valía y estatus, teniendo báculos teóricos en Adan Smith, Darwin o Hobbes, poco a poco otros afamados anunciadores despuntan para un nuevo “hombre”: el -¿experimento de escalofrío, siervo ad hoc creado de anónimos dominadores quizás?- del transhumanismo, concepto con el que se nos va familiarizando, verbigracia con firmantes de superventas sin parangón -por algo se promocionará tantísimo al autor y sus mensajes, como ya se comentó, la “cultura”, en una de sus dimensiones al menos, allana el camino de eventuales transmutaciones y cambios de diverso orden configurando mentalmente a la población para acatarlos, así fue, por ejemplo, hace ya más de veinte años, con la idea, entonces incipiente, de la “globalización”, por supuesto vendiéndose sus ingentes beneficios y bondades- como Yuval Noah Harari -publicitado como el “pensador más leído del mundo”, cuyos libros no hace falta estudiar para conjeturar, en tantas posibilidades planteadas, sobre todo en Homo Deus, una avanzadilla de planes de hipotéticos “ingenieros” no ya de la realidad globalizada sino de sus células básicas, usted o yo, sus varios miles de millones miembros-. ¿No estará la humanidad milenariamente sometida al borde de sufrir una hasta ahora desconocida forma de enajenamiento a través de la ruptura con los paradigmas anteriores sobre qué se es, con técnicas altamente eficaces y casi que inmediatamente extensibles para hacer de la misma lo que se terciara aprovechando la extrema ductilidad de tal “ser”, una situación entendible como posible culmen de alienación altamente sofisticada, redondeamiento tecnológico de un construirse desde fuera hacia dentro de uno ya sobradamente ejemplificado en el pasado, con ello no ya ahogando el sistema las individualidades sino pudiendo directamente extirpar la propia potencialidad del individuo para vivirse, sentirse, expresarse, soñar, definirse por sí solo? Desde luego, el hombre unidimensional marcusiano se queda muy atrás, en una escala de bastardía, superficialidad y aplanamiento del ente pensante, ante una imaginable legión de “criaturas transhumanas”, oriundas mucho antes de intrigantes laboratorios que de amplias librerías nutridas de autores clásicos, frecuentando a los cuales inevitable exclamar resulta: “¡qué absurdo pensar que se superan limitaciones, taras, condicionantes propios de nuestra raza, supuestamente perfeccionándola, pretendidamente divinizándola, cuando nunca se ha aprendido, ni por parte de los pueblos de la Tierra entre sí ni uno consigo mismo ni con el prójimo realmente, lo más básico y moralmente exigible: a ser positivamente humanos, buscadores de cuanto nos singulariza del reino animal sin recurrir a vanguardísticas mutaciones ni artificios supletorios!”.


Abundando en la última observación: igual que ni pueblos ni particulares fueron ni son óptima ni profundamente humanos -el desenvolvimiento de la noción antigua de humanismo se traduciría en un planeta donde, entre los mortales, mucho antes artistas y entendedores que funcionariales y “productivos”, Whitman, Shakespeare, Goethe, Calderón de la Barca entrarían dentro del “espíritu medio”, sin descollar entre el resto-, tampoco ha podido nuestra raza -aunque admirablemente haya logrado sobrevivir, dominar algunos aspectos de la naturaleza, descubrir leyes cósmicas o transformar el entorno con gran sentido práctico- contar con las bases deseables de su desarrollo específico para ser ciertamente feliz. Sabedor siéndose de ello más sencillo explicarse que esté de moda cacarear contra “el poder”, atribuyéndole “conspiraciones secretas”, “agendas en curso”, desde supuestos y terminologías seguramente facilitados -como poco consentidos- por ese mismo “poder”, del cual así cabe hacerse la absolutamente disparatada y risible ilusión de “comprenderlo”, de creer conseguir reconocerlo y oponerse al mismo; de tal modo se adultera una natural rebeldía y se olvida lo esencial: individuarse, tomar conciencia de uno mismo sintiendo y pensando libremente, partiendo de una premisa que sí tiene mucho de subversiva en cualquier tiempo y espacio: que la humanidad aún habría de recorrer numerosas fases hasta que decible resultase que, ya a nivel personalísimo, sus integrantes sin excepción conocen, despliegan, comparten y disfrutan lo mejor de su condición como tales, entre otros dones una infinita inteligencia natural; que el solo poder auténtico reside en las potencias espirituales con las que nos ha dotado sabiamente la naturaleza, desde las cuales, con humildad, cabe mantener distancias con prototipos experimentales de hombre o mujer, dudar de discursos y publicaciones que los avalan, desligarse de apariencias que venden “futuros idílicos”, exonerarse de la lógica que defiende cambios globales siempre “para mejor”, o entrecomillar la independencia de la ciencia y o de sus fines, más o menos como haría un viejo cínico trasladado al siglo XXI, el cual, ante no ya la desatención, sino el, en términos heideggerianos, “olvido del ser”, jamás se sumaría a la denigración colectiva de acuerdo con la cual queda en un segundo plano la propia redención espiritual en primer lugar, abriéndose uno a ser modificado, reformado, incluso parcial o totalmente labrado desde presupuestos y objetivos ajenos de un enorme saber-poder con los medios apropiados de su lado para aprovechar un bastante inducido nihilismo y confusionismo sobre qué se es, usufructuando tal niebla y tal vacío, igual que antaño, durante numerosos siglos, se explotó, aparte del analfabetismo, la incerteza y el temor metafísicos a partir de la idea de Dios y el más allá.


Habiendo expuesto cuanto leerse puede, parece el mejor modo de rematar el texto la invocación de un universal principio de responsabilidad de uno para consigo mismo, llamando a erguir la linterna de Diógenes y a la reacción moral individual ante la amenaza tecnológica en ciernes que difuminar podría, todavía más, una condictio sine qua non de la identidad personal, sustantiva, credencial de quienquiera que sinceramente apueste por conocerse desde un maduro querer: quien maduramente profundice en sí se salvará, quien desoiga este imperativo grabado en la conciencia quedará fácilmente atrapado en la ingeniería cultural epocal, podrá hasta engrosar un ejército de hombres-máquina en el sentido literal de la expresión, carentes completamente de más “sentimientos” e “ideales” que los transmitidos -quién sabe si a través de ondas capaces de propiciar determinados estados de ánimo, o de una informatización cerebral posiblemente en el presente sólo en una fase embrionaria de su desarrollo- por el entramado sociocultural que le esclaviza. Ante tales posibilidades tenebrosas, aunque fuere en la marginalidad, ¿no habrá cualquier aspirante a la libertad de erguir su propio himno a la magia imperecedera de la vida y de ser sobre espurios usos e implementaciones de la IA o la robótica?
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Última Edición: 25 Dic 2023 03:29 por Zaoc.
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Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna 25 Dic 2023 00:34 #80767

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"El grotesco destino de la enciclopedia Larousse, perfecto símbolo de una depauperación espiritual colectiva sin fondo": (Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna para la consideración filosófica) (VI)


Sin necesidad de encender un aparato de televisión ni hojear la prensa de la data presente concediendo un ápice de credibilidad a las informaciones, basta abrir los ojos mínimamente a ciertos detalles del día a día para sonrojarse avergonzándose fuertemente de pertenecer -¡si al menos sólo fuese biológicamente!- a esta especie, e interrogarse, sinceramente espeluznado: ¿dónde el fondo, si lo hubiere, en la degradación, cuando no la nada intelectual, de los días que corren? Hay hechos cotidianos extraordinariamente sintomáticos, como ninguna metáfora capaces de impactar negativamente, inclusive traumatizando, a observadores sensibles; triviales observaciones cabe realizar que resumen maravillosamente bien el real estado del respeto al saber elemental y la inquietud por la verdad de un pueblo como tal vez ningún poema, acarreando una hiriente carga moral dada su alta capacidad para motivar alarmantes reflexiones, indignar, repeler, asquear, aun poder ocasionar que salgan a propulsión borbotones de sapos y culebras por la boca al compartirlas. Sí, a partir de aparentemente baladíes hechos se brindan en bandeja, en cuanto en ellos se repara con lentes de detenido escrutador aparte, muy agrios dictámenes que expresan con la rotundidad mayor problemas, carencias, miserias, ceguedades presentes en la misma médula del “alma popular”.


A la luz de este inevitablemente desasosegado, inquietado mirar -a propósito, pudiendo entender la anécdota que se va a contar, personalmente uno, como causa, y a la vez consecuencia, si bien no directamente en algunos casos, de diez desvirtuaciones de lo que se considera en plenitud ser (analizadas en Pandemias milenarias del espíritu)-, se comprendería cabalmente la execración misantrópica de una globalización tecnocrática -la condena que llega a sus cimientos o de sonadas manifestaciones suyas cual excrecencias, de sus raíces como de sus palpables efluvios- desentendida de vitales aspectos como, por buena parte al menos de la población alfabetizada, dando un salto cualitativo en su humanización, la efectiva adquisición y asimilación de conocimientos enciclopédicos no sólo puramente teóricos sino también imprescindibles para desenvolverse en este mundo, en disposición además estando de identificar, comprender y desgranar parte de la inmensa complejidad de elementos, fenómenos y movimientos en él concurrentes, superpuestos, interdependientes, en liza o bien avenidos quizás. Desde el enfoque aquí propuesto, una imagen sacada de la cotidianidad de cualquier ciudad o pueblo español se señala a modo de síntesis, por sí sola, con enorme patetismo, de la tácita aceptación de una acusada incultura general en este convulso país a las puertas del 2024, de ésas merced a las que, una vez asimilada su gravedad, ya no ha de sorprender barbarie o mentecatez normalizadas ninguna a la orden del día.


En una anécdota que se va a referir brevemente todo un objetivo medidor cabe consultar del desdén olímpico hacia obras representativas de saberes típicos, y hasta hace poco en casi todo el espectro social medianamente valorados, subrayándose el muy pernicioso vacío cultural en el que se halla hundido en general el maravilloso “mundo desarrollado del nuevo milenio”, y este país muy en particular: un conocido tenía de su fallecido progenitor, un prestigioso doctor hasta su jubilación más o menos allá por el 2005, la enciclopedia Larousse en su integridad -se cree recordar que en unos doce gruesos tomos-; el caso es que decidió venderla, habiendo conjeturado, tratando de no hacerse muchas ilusiones, que unos seiscientos o setecientos euros al menos, como muy poco, podría obtener. Empero, al preguntar cuánto se le daba, de escuchar hubo, claro es que demolida siendo su inicial previsión: “Un euro”; y enseguida estupefacto replicó: “Pero, ¿cómo es posible?, mi padre compró este gigantesco diccionario allá por los años setenta por unas 400000 pesetas, además las distintas ediciones no están nada mal conservadas”; para no más escuchar por respuesta: “Puede usted pedir el precio que quiera pero yo le digo lo que se va a ofrecer, a lo sumo, por colecciones así”. Y tras un silencio preludio de sin desperdicio significativas palabras, bastante duras pero pronunciadas sin acritud, simplemente recalcando la fea realidad, la conversación remataba apostillando el comprador de la tienda de antigüedades: “Y dé gracias que esta noche sea yo quien tire su basura”.


El caso es que, aunque se cree uno curado de espanto -lo cual no significa, claro está, que tolere abominaciones-, toda la credibilidad otorgó a lo escuchado; no así algún pariente al que se refirió esta historia, poniéndola en duda: “Me creo que tirara muy por lo bajo el mercader del viejo bazar en el precio, pero..., eso de un euro por toda la enciclopedia, ¡será una hipérbole de ese conocido tuyo!”. Afortunadamente, el tiempo, en efecto, da y quita razones, y, a veces, con enorme celeridad. Así ha sido en este caso, pues, pocas fechas antes de la actual, el 19 de diciembre, uno encontró en un banco, abandonados cual cochambre y empapados por fina lluvia, unos doce tomos, sí, de esa misma fuente de conocimiento clásica, Larousse. Y felizmente se ha hecho con cuatro buenas piezas: de psicología, economía y finanzas, literatura e historia, ¡hallazgo precioso tan gratuito como pasear al aire libre!


¿Han visto ustedes cuánto amor por el conocimiento desborda el presente a la luz del sino de uno de los más completos diccionarios, además muy pedagógicamente elaborado haciendo sencillo lo dificultoso, procurando que sus contenidos accesibles resulten a todas las edades y gentes de escasa formación en la medida de lo posible, apenas uno esté alfabetizado suponiendo un manantial enorme de erudición para mucho mejor abordar, comprender, pensar, interpretar, criticar realidades del ayer y del ahora? ¿Ven cuán estupendamente juiciosa es la España presente; cómo recogemos ahora el fruto de una educación -en la acepción más amplia del término- que ha fomentado valores y aptitudes que redundaron en la “potenciación de la calidad intelectual” general; observan con qué facilidad ha florecido el amor al conocimiento en una primera era dorada de la tecnología, que el mercado “nunca se equivoca” -igual que el votante en las elecciones-, que “el cliente siempre tiene la razón”, cómo la sagrada ley de la oferta y la demanda pone las cosas en su sitio? Con las humanidades arrasadas, con el saber enciclopédico ignorado, pero, a diferencia de no hace tantos años, sin ninguna presunción positiva hacia las unas ni el otro por la mayoría ignorante, ¿qué filosofías, qué creencias, qué miras, qué ilusiones, qué deseos, qué líderes, qué pautas, qué razonamientos pueden guiar al grueso de la humanidad en sus pasos y hacia dónde? Asumir el veredicto de este brevísimo relato basta para entender cuán indiferente, grosera -y manifiestamente hostil cuando entienda que una acción o unas palabras representan una amenaza a sus mascaradas, usanzas y falsías- la sociedad en su conjunto puede llegar a ser, inevitablemente; dada la despreocupación ante el desconocimiento de fundamentos históricos del hoy y logros cognoscitivos y creadores de pueblos e individualidades, espejos del ser y el quehacer humanos y sus mundos, una utopía resulta una población con un mínimo sentido moral y memoria, sed de verdad y justicia, alta capacidad de razonamiento, amplitud de miras, tolerancia, desarrollos existenciales que expresen cierta autonomía o discursos individuados desde el provechoso esmero del pensamiento.


A pesar de la contundencia en la exposición, réplicas siempre intenta formularse uno a las conclusiones o postulaciones de su monologar, por eso fácilmente imagina quien aquí se expresa que, al hilo de lo hasta ahora leído, restando a lo dicho pertinencia, pensarse podrá: “Gran agudeza no se requiere para señalar algunas perogrulladas que se indican; además, ¡cómo se exagera!, claro que se tiran a patadas buenos libros, incluso enciclopedias íntegras, y a veces se acumulan en la basura o en desangelados bancos, pero es porque hoy por hoy vivimos en una era digital, ya que con Internet al momento se consulta lo que se tercia sin tener que recurrir a pesados tomos; ¡eso ya hace tiempo que es una antigualla del pasado!”; mas tal comentario hipotético para nada excusaría el -nunca mejor dicho- carpetovetónico ninguneo que esta digresiva crónica recoge, ni restaría pertinencia a la diagnosis de fondo vertida aquí, pues ni siquiera se barrunta, independientemente de las vías que para satisfacerla -y sus rendimientos espontáneamente mostrar- se emplearan, la curiosidad básica por con cierta rigurosidad conocer que supusiese la primera piedra en la adquisición de una cultural general y multidisplinar; por añadidura, sensato semeja estimar que ni la minoría más ilustrada española domina siquiera un 25% de los datos contenidos en la vieja biblioteca Larousse -y, lo realmente más trascendente, no está en disposición de realizar las preguntas, conexiones, meditaciones, discernimientos sobre tiempo, vida, hombre, política o arte que posibilita (condición necesaria, pero no suficiente) la apropiada interiorización de la enorme información previa-; muy bien saben de todo ello el colectivo de profesores, si bien suficiente para persuadirse en tal sentido es simplemente ojear foros de cibernautas, o escuchar conversaciones en cafés, plazas, foros... Conforme a lo relatado, se evidencia que, mucho menos que el último tercio del pasado siglo se estiman manuales como el mentado, así como el pensamiento abstracto y su adecuada articulación; como nunca antes se charla de todo y en cualquier hora, anónimamente o no, pero no se sabe ni leer con competencia ni escribir con propiedad. Y, a diferencia de lo que pasaba hace unas cuatro décadas, ¡actualmente importa bien poco!; de ahí que se imponga una persuasión en la que el marketing, el medio, el ambiente, el canal, la agencia obren milagros en detrimento del contenido, que siguiendo la “mágica” consigna del astuto Goebbels -“adaptar el discurso al público de más bajo coeficiente”- desde una posición de poder, exactamente al contrario que lo que sucede al investigador o enciclopedista respetuosos con la objetividad, quepa hacerse oír por multitudes, dirigir, imbuir ideas, sobre todo explotar emociones tribales y primarias. Justo parece indicar también, a mayor abundamiento, que incluso aunque las nuevas tecnologías sobradamente colmaran una avidez cultural que tornara prescindibles completos diccionarios de un ayer relativamente reciente, en absoluto justificaría ello que el basurero fuese su solo destino -y no se tiene en mente la insultante alternativa de decorar los anaqueles de una sala con gruesos volúmenes-.


He aquí antonomásicos reflejos de los “gloriosos” tiempos del tercer milenio, y de esa posmodernidad que cada vez parece más que nada una llave de paso -antes del asentamiento de nuevos paradigmas de hombre, comunicación, trabajo o mundo, estrechamente vinculados por conceptos como automatización, tecnocracia o algoritmo, bajo el signo de la que, seguramente, va a ser la conflictiva, dramática, compleja, interesantísima dialéctica de mediados de este siglo XXI: la del hombre y la máquina-, de la que algunas de sus tónicas o rasgos pretenden poner en cuestión este conjunto de textos. Por más que cierto sea que esta era brinda posibilidades de cultivo, desarrollo, comunicación, expresión, formación absolutamente fantásticas, verdaderamente únicas en la historia de la humanidad, no es menos negable que -aunque en última instancia, por supuesto, cada quien ha de ser plenamente responsable de sí- no la acompaña un sujeto que debiera aprender y actuar en beneficio real suyo y de la felicidad, plenitud, luz, paz, armonía de la especie. Pese a que, evidentemente, los tiempos y panoramas son otros, y, obviamente, la biblioteca Larousse de la centuria pasada no se trata de ningún vademécum para solucionar problemas políticos o sociológicos candentes, ello no obsta que, innegablemente, sin una sólida base cultural, rodeado por doquier de inducciones a distraimientos y gastos, se es muy fácilmente carne de un universo mercantilizado, esclavo mental condenado a ceguedades perfectamente evitables, a un grado de subdesarrollo interior y manipulación tal que bajo el mismo se viven dolorosas enajenaciones como realidades naturales, y deseos connaturales a cualquier criatura humana como fantasías carentes de fundamento que no se han de reconocer como propias -si antaño los padres veían a los hijos marchar a la guerra, y al revés también, mas por un honor su ser sacrificados en ésta, en el nombre de Dios, la patria y el rey, solía tenerse (ahí un caso antiguo del imperar de la alienación epocal sobre el mismo instinto de conservación), un ejemplo recentísimo y no menos grotesco de semejante demencia de siempre, en este caso concreto una prueba de que no hay barreras ni siquiera instintivas al circo de toda la vida, brindó la celebración del triunfo del campeonato mundial de fútbol en Argentina (aparte de que no pocos jóvenes forofos se expusieron a sufrir lesiones y hasta arriesgaron su existencia en los festejos), pues tal victoria se puso, diversidad de reportajes y encuestas lo abonan, bastante por encima de la necesidad de superar la inflación y conseguir diariamente comer, de una dieta vitamínica indispensable-.


Así como hay una felicidad íntima que parece demasiado simple como para ser comúnmente de modo adecuado advertida, también están ahí, enfrente de todos, fracasos y desastres colectivos cuya captación no exige miras de avezado sociólogo, únicamente querer ver la cruda realidad. Y aun todo esto siendo bastante grave, lo peor no es el destino en sí de amplísimos estudios o detalladas monografías de calidad indiscutible, sino la total indiferencia con la que se pueda contemplar el fin de esos tomos al relente de la noche -que, aunque, obviamente, no se crearon para complacer al sentido práctico, erróneamente prejuzgados muchas veces son como mamotretos inútiles-, con hechos y verdades de milenios atrás alfabéticamente acopiados, compendiados, explicados en sus nutricias páginas, y con mucho sudor costeados antaño. Estas hojas hacen énfasis en esa debacle, sin olvidar que lo más terrible es la espantosa frivolidad con la que en muchos casos se despacharía, de subrayarlo alguien, un asunto como éste, la detestable negativa a ahondar en la degradación que está ahí, delante de las narices, como si se fuese incapaz de interiorizar lo evidente, o tal finalidad hiciese imprescindible manejar un complejo espectroscopio para lo cual no se estuviese capacitado. Como un mal espiritual, por debajo de la necedad, hermana del sinsentido, se halla la, con actitudes tales, alimentada inconsciencia de ello, crecida hoy hasta su procaz exhibición; ¿qué vasallajes, qué catástrofes, qué usanzas envilecedoras, qué desgraciados engaños, qué crueldades, qué desafueros, qué formas de corrupción, qué falta de elevación mental y emocional, qué podredumbres, qué indignidades no aguardar de cualquier época habitada por interioridades yermas de un bien tan elemental como una cultura general?, ¿cómo haber un respeto mínimo a la realidad y a la humanidad divergente del otro o la otra, en la vida pública o privada, cuando soportes elementales de comprensión, claves insustituibles de entendimiento, son así de clamorosamente humillados; qué nivel de imbecilidad delirante no ha dominado y prevalecerá en el futuro por más que la ciencia y la técnica, superándose a sí mismas, rebasen las previsiones mejores; qué sucios intereses, liderazgos y turiferarios harán respetar, deformando a su antojo las cosas, qué fuese o debiera ser política, arte, economía, justicia, educación, historia?


Está pasando ahora mismo, en cualquier punto de la nación, en el orden del espíritu posee similar importancia a la que un tornado que arrasase la vieja opulencia del monasterio de el Escorial tuviese en el material, pero se habla de ello bien poco, a casi nadie asombra o conmueve: enciclopedias enteras -sin exagerar vidas de recogimiento erudito tras su elaboración, igual que su asimilación, su metabolización para leer en la realidad desde esa nutrición de la sensibilidad y la inteligencia largos años de dedicación exigiendo- duermen a la intemperie, ni en adustas librerías tienen hueco, se hacinan en cubos de basura cual bártulos de chatarrero. Si antaño se enviaba a la hoguera la osadía subversiva hecha libro, en el presente no es preciso adoptar medidas extremas de esa naturaleza, ¡ni muchísimo menos!, el silencio y el desdén son harto efectivos, máxime cuando, al parecer, no se es consciente del poderoso escudo defensivo ante la estupidez y la manipulación -por no mentar su potencial revolucionario- de una pedagógica enciclopedia a la cual se fuese aprendiendo a extraer jugo, con la que se intimara provechosamente, con la que se conversase día a día. Donde no hay inquietud por buscar cimientos de auténticos saberes, una población acomodaticia, insana y despreocupada por la verdad solamente puede tener al frente de su destino, regulando el vivir colectivo, un reflejo de sí: ilimitadamente ambiciosos y egoístas histriones para los que no cuenta nada ésta, sólo los artificiosos relatos y las falacias que promuevan para mantener las posiciones que conviniesen. Cuando son tratadas como despojos magnas compilaciones de logros de la razón y la investigación de valor universal -por eso no hay obsolescencia para los contenidos de trabajos como los representados por nombres como Larousse o Salvat, a lo sumo actualizaciones y agregados en algunos puntos-, consentidas la ignorancia y la irracionalidad, inevitablemente priman éstas en todas las áreas del vivir; y huelga añadir que donde ni el pan del intelecto se prueba vano fuera esperar que se apreciasen platos mucho más refinados.


Recapitulando, sentenciado sea, abrazándose al hacerlo cierto paradojismo unamuniano, reflejo de una desengañada y cáustica constatación: siglo XXI: grandes tesoros, fruto de siglos de investigaciones y descubrimientos, condensados de manera especializada y rigurosa en voluminosos ejemplares de lo más didáctico, se amontonan en el vertedero; apenas nadie los reclama, se es, sin comparación, infinitamente más cariñoso con un perro pulgoso sin dueño que con tales reliquias -¿qué digo de un can?, simplemente con sus heces-. Quienquiera que, tratando de escapar de la asentada miseria intelectual -que, obviamente, no se trasciende ni combate echando ocasionales vistazos a diccionarios virtuales, ni consultando esporádicamente bancos de datos digitales, por completos que fuesen, o por su lograr mantener un constante crecimiento con enriquecedores aportes, como Wikipedia- los referidos hallazgos recoge y hace suyos -entre los cuales es un orgullo figurar-, puede significar un barrunto de esperanza de adherencia a parte de ese saber clásico y gozarlo, base esencial para la apropiada autocontemplación crítica de la humanidad, la búsqueda de criterio sobre la posible verdad en muy distintos campos, sostén también para la reflexión sobre sentidos históricos y significados de muy diferentes mundos, o en torno a la belleza, la justicia, el porqué del Estado, el origen de las leyes, o tantos intríngulis de las finanzas.


De existir la máquina del tiempo y haber viajado al futuro, con certeza, Tales seguramente advertiría el enorme desfase entre admirables medios modernos de divulgación enciclopédica -por ejemplo Wikipedia- y saber efectivo y maduración intelectual de la población, pudiendo tener hoy el basurero por un fiable aliado para ponerse al corriente del paso del hombre a lo largo de los siglos, de la fama de su nombre y lugar de origen y su muy rudimentaria e insuficiente -pero siendo contextualizada muy valiosa- aproximación a inquietudes propias de la física muy posteriormente convertidas en ciencia en la historia -¿o visitaría antes suntuosos salones de premios culturales plegados a fines empresariales y o estatales, o acaso habría de aguardar esa instrucción echando un vistazo a la programación televisiva?-; igualmente, el pionero D´ Alambert podría llamar Jauja al vertedero o las papeleras, donde encontraría, sobre todo de habitar una gran ciudad, completos y, en algunos casos, inmaculados trabajos de los que fuera precursor...


Con la firme convicción de que nadie que realmente sienta una pizca de estimación por los fundamentos de una culturalización necesaria para estar en disposición de entendernos, poder adquirir algo de sano juicio, y hondamente preguntarnos por el ser o la nada, y el significado o sinsentido de nosotros mismos y los universos que construimos, puede dejar de experimentar cierta turbación con cuanto se ha expuesto y valorado, así habiendo dicho, huelgan ya más palabras.
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Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna 27 Mar 2024 11:34 #82452

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"La 'antisociedad' del dios Dinero, prisión de Tánatos, escandalosa orgía de la desdicha, la guerra soterrada, la esclerosis espiritual, el fraude, el vacío y la muerte": (Sístole y diástole de la cronificada crisis moral postmoderna para la consideración filosófica) (VII):

Sin necesidad de adscribirse a tesis existencialistas, ni concordar con su emisor, sobradamente conocida es la frase de Camus, “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Sin que sea para nada el citado autor santo de la devoción propia, ni importar que para una minoría culta, y con bastante razón desde su perspectiva, el argelino nunca fuese siquiera un pensador mínimamente riguroso en el campo de la ética con sus aportes a la misma de su novela y su teatro, se le quiere parafrasear anticipando un divagar por divagar desvinculado de materias universitarias, no encorsetado dentro de los límites de un análisis de pormenores y sutilezas conceptuales, que, simplemente, trata de aportar un grano de arena alertando de la necesidad de la amplificación de la mirada centrada en la, en tantos aspectos de la mayor importancia, obnubilada, ocultada, mistificada realidad de cada día, así ayudando, a través del ejemplo, a que un libre filosofar cunda como cauce de las desinteresadas, radicales, autónomas disquisiciones personales de cada quien -no sólo de un posible estudioso profesional de la filosofía-.

Dentro del imperio del euro, el dólar o la libra esterlina -da igual la faz del fetiche dinerario al que en uno u otro territorio siga reclinada, humillada, subyugada la humanidad- cabe apreciar multiplicidad de signos y factores que permiten ligarlo con Tánatos -no sólo aludiendo así a una propensión in crescendo a matarse que no diferencia clases, edades ni sexos, sino a formas encubiertas de sadismo y masoquismo omnipresentes, desde una lectura crítica, en el trabajo, la familia, el ocio, o la forma de ver y vivir la soledad-, muy lejos de imágenes publicitarias y propagandísticas que venden a menudo -o hacen pensar en- una Arcadia en un fondo de tecnología y confort envidiables. Cabe observar también una civilización que semeja cercana a alcanzar el colmo del nihilismo, complacida además con él, con una escasa consciencia de muestras de irracionalismo no menos gravosas que las de otros tiempos como el medievo -un reflejo de ello: seguramente jamás en la historia disparataron tanto y tan continuamente hombres y mujeres sobre éxito, “buena vida”, felicidad, hacerse rico siguiendo unas sencillas pautas…, mientras no se sabe, por lo común (como estudios científicos avalan meramente atendiendo a los efectos del excesivo ruido o el aire contaminado que envuelven una existencia ordinaria, la carencia cuantitativa y cualitativa de reposo o de adecuados estímulos para el desarrollo del afecto o la imaginación), ni adecuadamente permitir que se lleven a cabo ni disfrutar procesos fisiológicos como respirar, comer, dormir (¡no hablemos ya de otros infinitamente más sutiles y de singularización favorecedores que poner deben en juego, bien refinadas, facultades específicamente humanas como una comunicación de calidad con el prójimo, cierta pericia interpretativa, o un querer auténtico y realizador que empieza por maduro amor de uno mismo!); una civilización donde, algunos más, otros menos, abocado se queda bajo la jurisdicción del dios Dinero -ora por una contagiada ambición capitalista, ora por no verse expuesto a la miseria o a la inducida “vergüenza” de la pobreza material- a inmolársele en una existencia esclavizada que, prácticamente en todos los casos, independientemente de la condición social y el poder adquisitivo -pues a más capital acumulado más suele éste obnubilar la espiritualidad y comprometer la entereza del tenedor, más aumenta su dominio psíquico como una droga, de ahí que sumamente extraños sean casos en los que la acumulación monetaria sabiamente se emplee en una liberación y progreso espirituales, sosteniendo un vivir fundado en sentimientos y principios al margen de cuanto cabe ver, cuantificar, comprar, vender, intercambiar-, conlleva el apartamiento de la naturaleza -una generación entera en la flor de la vida ni ve la luz solar durante días y meses, a lo largo de años-, la normalización del estrés -y la psiquiatrización de la existencia con fármacos, ansiolíticos, somníferos, antidepresivos, en cuyo consumo España destaca como una de las naciones líderes-, o la aceptación de un ethos subsumido en marcas, logos, empresas, como si cada cual fuese un producto de mercadotecnia entre tantos, en un pleno enraizamiento en la cultura de la apariencia donde, al no identificarse esencia ni identidad fuera del mercadeo, se ha de ser actor en él y aspirar a ver premiado el fingir, donde cualquiera, en vez de reconocerse y vivirse libremente, diferenciándose como criatura pensante y sintiente por sí sola, se torna objeto para la galería perdiendo su autenticidad, así fácilmente dándose la sustitución de procesos de autorrealización por una vanidad hueca. Mas resulta llamativo que, en esta apoteosis de desintegración, sinrazón, farsa aceptada, sobreinformación confundidora, relativismo, carpe diem, absurdidad, “todo vale”, desorden babélico, con certeza incentivada de arriba a abajo sistémicamente, sin embargo, probando la superficialidad y cobardía de esa parece que perfectamente asumida nihilidad, no se recapacite, y no se deje pensar en voz alta, sobre el significado y la posible pertinacia de matarse como Camus, por más que crezcan los suicidas de facto y, muy probablemente, en buena lógica, las tentativas y los pensamientos de anticiparse al -en tanto que una completa y eficaz regeneración celular no permita revertir el proceso de envejecimiento- sino natural.

En este contexto, extrañamente pasmo en tertulias provoca el tema central aquí, ni se intenta contemplar sociológicamente, al modo de quienquiera que posee un ápice de sensibilidad social, de preocupación real por el entorno compartido, los sucesos que se airean y los que se tapan, las leyes, usanzas y mentalidad dominante. Empero, todo un escándalo alterador supondría un suicida desde la desesperación y la obnubilación mental en una sociedad buscadora en verdad del bien común, no enferma ni fundada en la maldad elemental de presuponer en la alteridad al rival, al instrumento o al enemigo, suficientemente sabia como para priorizar el análisis, la concienciación y la prevención mucho antes que el obrar y producir de cualquier modo o el tratar de curar a destiempo, en la que indefinida y completamente paralizada sería toda actividad y puesta ella misma como un todo en tela de juicio en tanto existiese un único analfabeto integral o funcional, o un solo hambriento, o un escolar o trabajador que padeciese mobbing, o un desahuciado obligado a habitar en la calle, o un hombre o mujer capaz de buenos sentimientos sin calor humano de su calidad, o un anciano abandonado, o un caso de corrupción probado o sospechable (casos que, en su mayoría, desde el paradigma neoliberal del megalomaníaco dios Dinero, no muy lejano a tesis hitlerianas, forman parte de un amplio espectro de sujetos débiles, inútiles, improductivos, parásitos o parias, que, por supuesto, deben de asumir su incompetencia como los solos culpables de su ineptitud, una mancilla ellos en el “mejor de los mundos posibles” que habitamos)-. Desde tal convicción una sola muerte elegida fruto de la desesperación habría de bastar para condenar sin paliativos el todo cultural que se habita, especialmente la indiferencia de pedernal del “pueblo” -más ciego, inerte espiritualmente e irresponsable aún que los políticos a los que tolera que lleven el timón del país-, y comprender la necesidad de focalizar el esfuerzo intelectual preguntándose qué acontece para que se dé tal drama y tanto sufrimiento después y antes, generalmente de años atrás, bastante solapado. Dirigir el entendimiento a conjeturables efectos y no a hipotéticas causas generales de la primera causa de muerte externa desde hace mucho, el suicido, o soslayarlo, conduce, como mínimo, a obviar lo singularmente grave del interpretable dictamen que viene con éste: la autoaniquilación es la salida en una coyuntura literalmente insufrible, al menos, para varios miles de personas anualmente según estadísticas oficiales -y no comentamos nada de la desesperación silenciosa, el dolor enmascarado tras grandes logros, números o sonrisas forzadas, la posible reducción de cifras para “no alarmar”, ni las tentativas que acaban con pobres seres lisiados, mutilados, con secuelas psicológicas irreversibles-, lo cual parece otorgar tino a quien expresara que, a punto de cerrarse el primer cuarto de siglo XXI, produce éste mucho más que mero malestar o un descontento puntual, permitiendo hablar del suicido como lacra, como síndrome global, aún más, extender signos de que, como poco, “hay algo que está muy mal” conduciendo a cruzar precipitadamente el limen que nos separa de los difuntos, a toda una cultura -que puede contar con excepcionales medios de trabajo y herramientas, y destacarse por su eficiencia y productividad, pero que, para nada, ya en su modus vivendi, en el que no es sencillo intentar ser realmente humano, hacer uso de razón, facilita el despliegue de potencias y horizontes liberadores, de ilusión y realización verdaderos que nos hacen únicos y valiosos simplemente por ser -¿cómo iba a hacerlo si la ética, base de cualquier elevación y dignificación, en la postmodernidad semeja un antiguo mito?-.

Si, de acuerdo con la metafísica cristiana, según la cual se viene a este “valle de lágrimas” a padecer, más o menos igual que en la de su sustituto sin el freno y los escrúpulos de la primera desde hace más de doscientos años en Europa, el dios Dinero -triunfando la cual la sodomía ha de practicar a sus anchas con sus súbditos si subsistir en verdad quieren, en su antropología no pasando cada quien de un entramado de reacciones químicas, estiércol andante sin alma, trozo de carne con patas sin más sentido ni salida que serle útil, abrazando en el ocio el "soma" huxleniano que ofrezca-, si así es, invirtiendo la tan dañosa y degradante premisa anterior, desde un maduro amor propio, cabe presuponer que se nace para ser infinitamente feliz -y concibiese como se concibiera, y existiese o no felicidad como objetiva realidad, innegablemente, ha de presumirse que cualquier espíritu que se tome medianamente en serio a sí se separará de las mentiras e imposturas ambientales que venden falso amor, falsa dicha, falsa libertad, falsa salud o falsa concordia con el prójimo-; pues bien, si tal presupuesto como punto de partida acogemos, desconcertará enormemente, supondrá todo un shock la aparente autoflagelación suprema de quien se quita la vida. Si con Cicerón coincidimos en que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio irritará observar que precisamente el segundo supone un obstáculo ancestral para poder acercarse a la mente de nuestro patético eje aquí -el suicida- y sus conjeturables causas de fondo en un marco que, a quién más, a quién menos, afecta de una u otra forma; se podrá también entender que se haya calificado -acaso parezca que con excesiva audacia y muy hiperbólicamente- de “antisociedad” a la forma de existencia en común establecida, pues se sobreentenderá que en la consideración de quien redacta ninguna de ellas digna, sana, deseable se funda en aceptados engaños masivos, en grandes mentiras colectivas, en la complicidad silente para acatar una farsa de proporciones escalofriantes, sistemáticamente, ya cuando se es más dúctil, desde el aprendizaje escolar -en centros donde se supone que la educación “forma” futuros hombres y mujeres libres y de provecho, capaces de enriquecerse interactuando siempre respetuosamente, pero en los que, no obstante, se hace harto difícil, empeorando a ojos vistas la situación para ello con el tiempo, que las almas aún por descubrirse o fraguarse puedan encontrar en sí las bases para aprender y vivir, entre tantas otras realidades sustantivas, un aspecto de la afectividad que una importancia sin igual habría de tener en esos años y en lo venidero: el amor con verdadera honestidad hacia uno mismo y el otro, sentido, disfrutado con serena sinceridad desde el constante redescubrimiento y expresión del corazón (luego a algunos extraña que la infelicidad, la corrupción, la deslealtad, la falta de palabra, el fraude, la mercantilización de las relaciones, la cosificación de las personas, la agresividad intimidatoria, la crueldad, la doble moral, la soberbia, la psicología o la máscara del “malote”, en fin, reinen por doquier)-, resultando complicado negar que, mucho antes que forjar personalidades probas e inalienables, allí, domesticado el joven a conveniencia del dios Dinero, se aprende a prepararse, como otra máquina de guerra más, a incorporarse a la dura arena del mercado y el trabajo futuros, de hecho, cualquier asomo de inocencia preguntadora, espíritu crítico o rebelde con sentido colectivo, o una natural tendencia como el acercamiento desde una franca curiosidad cognoscitiva a la diferencia del otro poco, o nada, van contando ya.

Sin desviarse del tema del que se habla, hay que observar también que, aunque obviamente trasciende “ideologías” -entrecomillado concepto por lo muy discutible de que en efecto haya hoy tal cosa-, la política de supuestos izquierdistas y conservadores ante suicidios es muy simple y similar: una mudez prácticamente absoluta, igual que ante los no pocos fallecidos en accidente laboral; por lo visto, en su irresponsabilidad, no se molestan “sus honorables señorías” ni en aparentar una mínima preocupación haciéndose fotos con deudos o amigos de los muchos finados; entretanto, el tratamiento periodístico es asaz escueto o ninguno -si bien ha de acatarse la comprensible discreción que exija la destrozada familia del finado, ello no excluye, sin necesidad de identificar a éste, enfocar su tragedia en conexión con otras análogas, contextualizarla para, rompiendo ciertos velos y tabúes, intentar comprender el mundo en derredor que, como mínimo, marco es de desastres de tales proporciones, acogiéndolos, además, con suma indiferencia-. Desde luego, la insensibilización con el asesino de sí, negarse a escuchar su terrible y valentísima oda al dolor, a comprender motivaciones, tesituras, circunstancias desencadenantes, espantos e ideas que pesaban en su cabeza más que la inercia instintiva a aferrarse a la existencia material, despachar el problemático asunto desde el atávico y simplón prejuicio, “es cosa de locos”, y su invisibilización pretextada en base al “efecto llamada” -¿qué fundamento indubitable existe para sostener tal teoría, y, si lo tiene, por qué desde hace tiempo, casi que durante las veinticuatro horas del día, se insiste machaconamente con “víctimas de la violencia de género”, cuando su número, según estadísticas oficiales, crece año tras año, casi que exponencialmente?-, conducen a no ahondar en las raíces del problema, a no cuestionar seriamente los cimientos de un orden o un estado de cosas indefendible cuando dentro de él diariamente tanto hombres como mujeres abocados se ven a abrazar prematuramente a la parca.

Aparte de que en la masiva actitud de ocultar la muerte elegida -seguramente en Occidente más que en el mundo oriental- subyace el burdo prejuicio metafísico merced al cual quienes orgánicamente existimos, los habitadores de un cuerpo, tendemos a creer que somos “la vida” o que debemos aferrarnos siempre a lo que por tal entendemos como si se hubiese penetrado en el sueño eterno de los muertos y ésta no pudiese ir más allá de una dimensión de formas -y hasta consistir en una sustancialmente diferente a lo imaginable-, y que la nada espera ineluctablemente tras el último suspiro, también refleja aquélla una carencia importante de coraje moral y estrechez de miras. Cuando, desdeñándose la gravedad de la virulencia trágica en esas muertes buscadas, en lugar de ponerse en la piel de los homicidas de sí y vivirlas, con espíritu filosófico, como al menos una posibilidad de uno mismo, los hijos o nietos propios, suelen a ellas cerrarse los ojos -“conmigo no va la cosa”-, o se abraza una salida en falso en forma de engañosa racionalización que las desprovee así de todo sentido, cuando ello sucede hay que dictaminar acaso la más grande expresión de la negación de un vivir colectivo con un mínimo entendimiento y armonía. Así lo considerará, con verdadera humanidad, político en el sentido clásico y no abyecto, quien logre hacer suyas -entonces, posiblemente, como casi nunca, agrandado moralmente- las palabras con resonancias evangélicas del muy serio Dostoievski, “todos somos responsables de todo y de todos ante todos”. Fácil será pensar, cuando efectivamente la muerte es la salida trágica a una horrorosa desesperación, como suele suceder -no una fría y meditada decisión racional, en virtud de la cual alguien perfectamente cabal y equilibrado considera que ya vivió lo que quiso y opta por “descansar”, “marchar al más allá” o “desaparecer” (pensemos por ejemplo en Sócrates que, pudiendo escapar a su condena, optó por tomar la cicuta)–, y no se problematiza como merece el lamentable hecho, que ahí tenemos un rotundo certificado denunciador de la superficialidad generalizada y la negativa a ver la realidad, seguramente una falta de amor a la verdad y comprensión de todo un pueblo, aún más, de una cultura, de una civilización entera, especialmente porque se convierte cuanto al finado se refiere en un tema tabú, con la opinión pública completamente despreocupada de la extraordinaria importancia de su hecho final y su posible explicación, lo cual debiera hacer recapacitar sobre el mundo en el que se vive, su sentido o su absurdidad, y los dignos valores que encarnamos o las miserias que arrastramos, multiplicando complejas cuestiones, casi que infinidad de ellas, psicológicas, sociológicas, filosóficas, morales...

En conexión con la crisis moral permanente presupuesta por el título general de estos textos, hay que dejar dicho claramente lo vergonzoso y oprobioso de que pueda calar la idea de que, a pesar de los pesares, se vive poco menos que en una maravillosa Arcadia, de que se compre esa ilusoria perspectiva cuando en cualquier finca de barrio rico o pobre algún vecino ha escogido -u optará por- la misma drástica salida -si para hacer sublime cielo de la Tierra nacemos como uno cree absolutamente penosísima- que varios miles de españoles cada año, cada vez más: el suicidio. Sorprende que se informe, a veces dando pábulo a una curiosidad mórbida y malsana, en medios locales y generalistas, del fallecimiento súbito de cualquier sujeto anónimo, especialmente si es aún joven, pero automáticamente se corra un velo cuando hay una voluntad innegable de que se produzca detrás de éste; bastante significativo semeja que, si algo se comenta acera de ello, por lo bajo suela hacerse y para validada ver la etiqueta que previamente se maneja de enfermedad mental severa en tales casos -que, en efecto, a veces se da, mas no explica el problema aquí como lacra social, ni presumibles causas de fondo que tal vez no siempre la determinen directamente, pero, desde luego, aluden a un entorno que no ha ayudado a que no se produzca tal tragedia-; dañoso moralmente resulta que a la hipocresía global fingidora de que, aun con consabidos conflictos y dificultades, “todo va bien” o “se va tirando”, se sume un miedo desmentidor de negros aspectos de la realidad, y así la distraída y frívola masa simplemente mire para otro lado ante la desaparición por designio propio de un congénere: es la propia, demencial sociedad la que crea y amamanta hórridos monstruos tanto como luego, revelándose infantilizada, se desentiende de las consecuencias de su creación y amamantamiento.

Desgraciadamente, no asombran las altas cifras de suicidios de generación en generación crecientes, justificadoras de mucho más prolongados que modestos intentos reflexivos en los términos de este escrito. Ante su rotundidad sensibilizado, atendiendo a la heterogeneidad de los matadores de sí, obviamente, uno no está en condiciones ni de creer poder comprender sus casos -si bien se permite largas y horrorizadas especulaciones-, ni de realizar una certera diagnosis, ni mucho menos se cometería la ingenuidad intelectual de pretender aventurar posibles soluciones que hiciesen deseable para éstos lo que vulgarmente se entiende por “vida”, mas sí con un convencimiento absoluto se cuenta como alguien a quien francamente preocupa el destino de cualquier criatura con semejanzas consigo, compartiendo además espacio y tiempo, e indignada por el pacto de silencio preestablecido, la negativa a mirar de frente el se quiere pensar que en otras condiciones perfectamente evitable mal enquistado, o la dificultad para encontrar enfoques críticos abordando el gravísimo asunto y sus múltiples mensajes enviados, distinguidos por su terriblez: mientras en todo el cuerpo social no haya espacio para una idea realmente positiva y entusiástica de calidad humana, y un decidido cultivo consiguiente, en tanto la existencia privada y pública no se sustenten en principios exactamente contrarios al tener y el poder sobre otros, en tanto propios y extraños se envilezcan en interacciones tipificadas, que falsifican absolutamente determinantes búsquedas para cualquier ser inteligente venido a este mundo -intangibles, gratuitos, naturales, universales amor, felicidad, paz, libertad, expresión, verdad, plenitud, o goce-, entonces, con certeza, se tendrá más de lo mismo: dominio absoluto del dios Dinero como fin en sí sobre cualquier asomo de razón, disensión o corazón, simulacros de vida, extensión y agudización de la desdicha y la atrabilis, combate ciego de todos contra todos..., es decir, caldo de cultivo de más y más desequilibrios y potenciales suicidas. Dos hitos recientes avalar podrían lo expuesto: el aumento espectacular de su tasa a partir de la crisis económica de 2008 -haciendo buena la tesis de Durkheim, voz del sentido común, al menos en este caso, de que la desestructuración global y la incertidumbre extendida derivada estragos mentales hasta la autodestrucción acarrean-, y la neurosis vírica colectiva del principio de esta década -mas, también sin recurrir a tales eventos de impacto superlativo, incomparablemente mayor sería el porcentaje de muertos por decisión personal en el siglo XXI que en la segunda mitad de la pasada centuria-; ante tal panorama, ¿de qué progreso jactarse cuando no hay un desarrollo moral y una palpable felicidad multitudinarios que lo acompañen, cómo abrazar un saber y una técnica que sacrifican como poco parte de nuestra humanidad y hacen vivir ajenos a ésta, traduciéndose incluso en muertes prematuras decididas?; ¿de veras resulta descabellado o inapropiado plantearse las más estrechas o indirectas conexiones del trágico acto aquí sacado a colación con el modelo económico, político, cultural en el que se incardina?; ¿cómo cabida tendría el suicido, y precedentes circunstancias y depresoras tesituras que a él abocan, si en puridad existiesen, para empezar, vínculos afectivos sanos, si de raíz saliese a la luz, se compartiese, se desarrollara, se expresara sin temor, se viera reconocido, desde una radical libertad, lo mejor, más verdadero de cada mujer o cada hombre?

Desde hace mucho tiempo alargándose el apogeo del darwinismo social, fomentando la indiferencia por cuanto a uno mismo como productor-consumidor no atañe, muy especialmente los otros desviados de ciertos estándares -como si naturalmente tuviésemos más de fieros espartanos que de deliberativos atenienses; como si la moralidad que procura hacernos mejores cultivando el “alma” per se y el conocimiento, la solidaridad y la cooperación no hubiesen sido históricamente factores clave mucho más decisivos que la sacrosanta competitividad y el individualismo rampante para el avance de los pueblos; como si aquéllos no hubiesen degenerado dando pie a un egoísmo atroz y una avaricia patológica que explota ingentes recursos materiales y humanos a despecho de cuanto no fuese depredar; como si sentir y pensar el mal o el problema ajeno sobrara completamente o fuese un acto contra natura-, cuando la rematada vida del suicida ni siquiera es un insignificante número en una fría estadística que se divulgue -ni siquiera la ínfima milésima que miles y miles de trabajadores puedan representar a la macroeconomía-, ante panorama tal, justo y necesario ha parecido, desde la delicadeza, la modestia, el buen sentido, tratar de contextualizar un poco el abordado drama, plantear la necesidad de decodificar su aparente oda al sinsentido, ahondando en una afligida perplejidad ante el tan triste fin comportado. ¿Tendrán algo que ver con tal situación lo borroso e inestable, si se dan, de horizontes verdaderamente ilusionantes, la ausencia de tiempo y falta de auténtica sabiduría para regir, disfrutar y sopesar realmente el propio existir, la falta de búsqueda moral, la desconfianza inducida hacia el otro, el vacío existencial, la inconsciencia de preferir no darse por enterado de temas como el aquí tocado, o el enajenamiento mediático…?; ¿habrán, por lo que queda de siglo, de consolidarse las paradojas de que, eliminada como tema a analizar y a debatir la muerte elegida, no cese ésta de aumentar escamoteándose tal hecho funesto; de que la mentalidad imperante y la propaganda inciten a vivir ilusoriamente como si se fuese eterno, pero no suela soportarse hallarse uno en contacto profundo consigo u otro, así pues la existencia colectiva cayendo más en picado en una pendiente de irracionalismo, yerma la sociedad de elemental dicha e inquietud substancial como para reconocer y afrontar más que probables signos de su fracaso y su inhumanidad, por ejemplo, la noticia de un ahorcamiento o un salto al vacío, recibida como quien oye llover, con la impermeable indiferencia del idiota -en la antigua acepción de esta voz-?
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Última Edición: 27 Mar 2024 12:50 por Zaoc.
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