Sumamente gustoso resulta leeros, sigue entusiasmándome especialmente este hilo; place acoger vuestras doctas aportaciones, a las que se desea añadir, con el mayor respeto y prudencia, si se permite, un grano de arena.
Son palabras del propio Lorca, glosándose a sí mismo, sobre su Poeta en Nueva York, y otros escritos de la época, las siguientes: “Responden a mi nueva manera espiritualista, emoción pura, descarnada, desligada del control lógico, pero, ¡ojo!, ¡ojo!, con una tremenda lógica poética. No es surrealismo, ¡ojo!, la conciencia más clara los ilumina”.
Tienen estas declaraciones, desde luego, su grado de importancia exegética. Si bien el hacedor de versos no tiene por qué ser, necesariamente, el mejor crítico de sí, sí cabe presumir que conoce mejor que nadie las fuentes, psíquicas en primer lugar, ambientales en segundo, así como, las más de las veces, las herencias e influencias literarias que están en la base de su brillante expresividad por escrito. Uno coincide con el vate granadino: realmente no hay una sola obra lorquiana que quepa englobar en el movimiento de la escritura automática surrealista cuyo padre fue Breton, aunque sí rasgos, maneras propias del surrealismo en el tramo final de la producción, digamos que en la fase de madurez, del conjunto de la libérrima creación lorquiana, de quien, aun adorador de Góngora, bebió más que de éste de la canción tradicional para dar cauce poético a sus poderosos sentires, lo cual le brindó -dejando aparte razones históricas y políticas postmortem- una alta popularidad.
El vate granadino, aunque amigo personal de Buñuel y Dalí, buen conocedor de las vanguardias e incorporando en su escritura técnicas de éstas siempre al servicio de su alma fundamentalmente trágica y lírica, nunca fue, en puridad, un autor surrealista; es más, ahondando en el simbolismo de su obra, sus imágenes se explican desde una coherencia interna que se puede rastrear desde su primerizo, más que nada modernista en su factura, Libro de poemas.
Grandiosas paradojas -sólo aparentes- del arte: Lorca fue realmente un poeta de gran originalidad justamente porque, como él mismo dijo en una carta al profesor, y en parte mentor y ocasional corrector suyo, Jorge Guillén, “no sabe nada de poesía, sólo puede mirar ese cielo, esas nubes”. Es decir, su compromiso fue, primera y principalmente, consigo mismo, nunca escribió ni una línea sin estar al dictado de su singularísima sentimentalidad. Para entender a un corazón virginal que siente verdaderamente la infinita belleza del alma y la creación, la nostalgia devoradora de un edén indefinido en la niñez, el ansia de una libertad siempre creciente en la pluma y en la vida, el dolor hórrido, el miedo ancestral a la muerte, con espanto de cordero que va a ser degollado la violencia, o la inquietud metafísica hay, ante todo, que sumergirse sin prejuicios ni reglas preceptivas en su mensaje: sus letras únicamente se explican, en último término, también formalmente, por sí mismas, son el solo transporte eficaz que nos deja para abrazarlo y nutrirnos con él; interesante filológicamente pudiera ser discutir en qué sentido es surrealista o gongorino, pero con ello no pasaríamos de la corteza de sus letras, no llegaríamos a la raíz de su creador.
Cabe decir también que los a menudo oníricos elementos e imágenes de Poeta en Nueva York, sobradamente estudiados -la luna, la espiga, las animalizaciones, la noche, el pozo, el sueño, los niños....-, sí poseen, claro está, unidad interna y referentes, no representando meramente un recurso de autor surrealista que forja otro mundo, pretendidamente alusivo al subconsciente humano, si bien, como en cualquier autor que se desvela a sí en sus textos, estos referentes se encuentran en el orden espiritual, más concretamente, dentro de la obra que nos ocupa, en estados anímicos conectados con la pureza íntima del escritor, en desgarraduras y choques con la realidad urbana, no en el material -y por supuesto, hay que saber llegar a esas realidades internas de las que parte el libro, al menos imaginarlas, intuirlas, de lo contrario imposible fuera comprender a Lorca o ningún metaforismo cuyo objeto se pierde en el oscuro reino de los adentros-. La hipersensibilización lorquiana con la inocencia acosada o muerta, el desamor, la incomunicación, el aislamiento, la rapacidad, el egoísmo, el feroz materialismo neoyorquinos -ya por aquel entonces rampante- están detrás de la luna, Wall Street, o las iguanas que muerden. El traslado a América supuso, sin duda, una experiencia traumática -no podía ser de otra manera-, y la obra antedicha es la hermética expresión de ese shock. Además, cabe añadir que en todo poeta anida un profeta; así Lorca, casi un siglo después, sigue ofreciéndonos una vivencia de la cara más fea del capitalismo, su pulsión dramática parece más viva que hace casi una centuria.
Seguramente el propio bardo andaluz aprobaría el comentario de que Nueva York, símbolo del mundo civilizado en el que su aniñada sensibilidad nunca podría encajar, no sólo sería hoy, a su mirada, una “ciudad sin sueño” sino un verdadero pandemónium, capital de la peor de las rapacidades.
También se quisiera recordar que el surrealismo puro no sólo introduce alteraciones sintácticas de toda índole, como el hipérbaton -si así el flujo del lenguaje se expresa-, sino que, por su propia definición, no respeta ni las reglas gramaticales más elementales, al igual que prescinde de consideraciones morales y estéticas; lo único relevante es la fidelidad a la espontaneidad de la conciencia, y en esa lealtad cabe absolutamente el caos discursivo y la hermeticidad de quien escribe. Es importante recordar que el lenguaje convencional tiene mucho de arma ideológica y que, entre otros movimientos el mentado, quiso atacarlo proponiendo salidas a nuestra dimensión irracional.
Agradeciendo vuestra lectura, como yo mismo a Julián, Nolano, Futaki, y demás participantes, las enriquecedoras intervenciones, hasta pronto os digo.