Sumamente interesante resulta este hilo, en el cual quisiera añadir las siguientes palabras, disculpando la largura del mensaje y, por anticipado, excusando que se introduzcan, como núcleo de la exposición, reflexiones sobre aspectos que posiblemente ya asimilaron ustedes hace mucho tiempo, pero que a uno parece importante resaltar.
Sin ánimo de contradecir a ninguno de los intervinientes -que me parecen, en general, muy enriquecedores, preparados y coherentes en sus discurrires- y sus valiosos aportes, sólo de ofrecer la meditada visión de alguien que, hallándose todos y cada uno de sus días atendiendo con exhaustividad al fondo de sí, siempre precisado estuvo de expresarse, en cualquier instante buscador de original belleza verbal con la mayor de las honestidades para consigo mismo: ningún texto literario, mucho menos fundamentalmente “poético”, se aborda ni desde los parámetros ni con los fines con los que se ha de encarar un texto de carácter filosófico; la poesía genuina ha de sentirse -y no tanto pensarse, al menos sólo ha de ser pensada una vez bien sentida y desprejuiciadamente ahondado el substrato emocional del que se yergue su peculiar imaginería-, nace de la exaltación del corazón y la fantasía analógica jugando a pedirle lindura nueva al verbo, sugiere y canta por puro deleite; la filosofía, en cambio, de la razón, vacilación esencial preguntadora por la verdad. Si bien, como sabemos, desde los diálogos de Platón -para el que el entusiasmo poético era indistinto de una forma de locura, como a buen seguro para cualquier mente principalmente matemática o lógica-, puede resultar en ocasiones difícil deslindar pensamiento filosófico y poético, un verso no es jamás de los jamases un silogismo, ni hay esquemas ni fórmulas mágicas para producir “arte” como se crea un edificio o se diseña un puente, ni tampoco para “entenderlo”, y una estrofa bien poco o nada puede tener que ver, ni en su origen, ni en su sentido, ni en su contenido ni formalmente, con el enunciado de una tesis filosófica. Ello no comporta que en “poesía” entonces todo valga o hubiese de resultar aceptable; claro que la arbitrariedad absoluta en la imagen, en la métrica, en la acentuación conducirían a algo muy diferente a lo que toda la vida aquélla fue, en su expresión más feliz pudiera ser que a algo así como el correlato verbal de estridente música jazz; obvio resulta que es factible hablar de una “lógica poética”, y que la calidad literaria -no así que guste mucho o poco un nombre, eso es otro cantar- tiene mucho de objetivo, mas ella, básicamente, estriba en la relación de cariz estético entre la perspectiva y el sentimiento del hacedor de versos y el lenguaje; de ahí que haya habido casi tantos estilos como grandes escritores, y por eso en cualquier época se han dado pensadores de primer nivel que no tenían por qué saber nada de nada de poesía -algunos, además, lo confesaron y demostraron- y viceversa, mundialmente reconocidos poetas romos para el rigor del teorizar conjetural, y ello así sucedió, y seguirá pasando, aun cuando existan también puntos de confluencia, indudables, entre la una y la otra, amadas eternas de cualquier ser humano que se precie.
Al igual que no es posible encerrar los mares entre diques, ni poner puertas al ancho campo, no es para nada apropiado contemplar un poema desde el rigorismo de la lógica. Por supuesto, cabe reflexionar filosóficamente sobre cualquier manifestación artística, racionalizar toda creación, buscar sus claves, mas ello no roza siquiera la entraña de la composición poética en sí, labor casi que exclusiva de la filología y la crítica literaria, que no son, por descontado, ciencias exactas. ¿Estarían realmente en disposición, por más que escribiesen completos tratados de estética algunos de ellos, un Hegel, un Marx, un Kant, un Gustavo Bueno de penetrar en la conmoción superior que engendra el cosmos de un Holderlin, de aspirar el perfume enigmático de las flores del mal de Baudelaire, de saber expresarse como Shakespeare o Balzac, de compartir la efusión de una mélica enamorada que llamase a la luna “guiño de zinc amado a mis faustas rojuras ulteriores“? ¿Sería metodológicamente atinado pretender aclarar desde un punto de vista estrictamente filosófico la hermeticidad del Romancero Gitano lorquiano? No se debe someter al artista de la palabra a la estrictez propia de un Catón, con insensibilidad y cerrazón a cuanto en él hay de espontaneidad expresiva, ni la música y la musa interiores contemplar desde mentes cuadriculadas, que semejan faltas del calor, el “corazón” y el grado de romanticismo y amplitud creativa necesarios para sentirlas en su inmensa multiplicidad de expresiones y variantes. Y es que hay dogmatismos preceptivos que semejan olvidar la sola premisa auténtica para tratar de recoger abismos de la subjetividad en la escritura: es el creador -más reconocido o menos, bueno o malo, ya plazca o disguste- el que plasma su universo en el papel, quien debe ser descubierto por un intérprete hábil, flexible, versátil, dispuesto a transmigrar al otro sin conceptuarlo erradamente, quien marca las “reglas”, quien nos invita a sus mundos con sus códigos, atmósferas, leyes internas, nunca al revés -quien sistemáticamente escribiese poemas ajustándose a cánones clásicos poseería, más bien, alma de arquitecto de grafos-; toda hermenéutica que aplicase, en mayor o menor medida, esquemas interpretativos cerrados a una creación lírica subyugaría la fluencia de la interioridad, se desentendería de la alta emotividad que está en su base y que también explica, como causa primera, discutidos temas aquí como el tipo de metros a emplear, el uso más correcto o conveniente de la puntuación -existe desde hace mucho tiempo una poesía versicular, que a mí personalmente me desagrada bastante, que prescinde completamente de cualquier coma o punto- o tendencias acentuales, si las hubiese, al componer. Recuérdese que la estética -concretamente la historia de la literatura-, enseña que, una vez se generalizaron textos que trascendieron los principios de la poética aristotélica, se dio un constante forjar lo nuevo superando estructuras que se tenían por inatacables, propensión que llegó a su culmen el pasado siglo con, por ejemplo, el surrealismo de Breton, el versolibrismo, los ismos, las sorprendentes vanguardias, tanto en Europa como en América...
¿De qué manera consignar con la palabra emoción alguna marcadamente individual si no se abraza la mayor libertad creativa puesta al servicio de aquélla? ¿Cómo intentar aprehender fielmente el latido específicamente nuestro, la fascinación por el lenguaje, la visión particular, el ritmo que preceden a cualquier ortodoxia relativa a la composición sino forjando un cosmos propio? Las teorías literarias, las cábalas, las etiquetas, los encasillamientos podrán tener su vez luego, no en el momento de plasmarse. Modestamente, se considera que esto que se apunta ayuda a comprender que la crítica de textos no tiene que ver con la creación de los mismos; y por eso se puede ser -si bien no es lo habitual- un maravilloso creador desentendido de practicar análisis filológico, y, al revés, formidable crítico inepto para elaborar por sí frases metafóricas nuevas, vistosas, dentro de un discurso con la musicalidad a la que nunca es indiferente la poesía.
Para rematar, ¿es realmente procedente la pregunta por una hipotética filosofía de la composición que permitiese discernir entre “verdadera” e “incorrecta” “poesía” cuando, desde hace ya más de cien años, rara es la misma -que se escribe, se premia, se publica, se lee, aunque siempre minoritariamente- concorde con las reglas clásicas, incluso la producida entre la clasificable de arte menor, cuando con corsés durante centurias vigentes se rompió, definitivamente, hace ya más de un siglo?