Critica Strawson en este capítulo varias posiciones doctrinales clásicas sobre el mundo y nuestra forma de verlo especialmente enraizadas en la filosofía anglosajona, que agrupa en dos bloques: el empirismo clásico y el “externalismo” o quizá sería mejor decir el fisicalismo. A su vez, distingue en el empirismo clásico tres corrientes diferentes de las que se ocupa, aunque de forma un tanto oscura y quizá demasiado concisa.
1. Empirismo clásico. Se caracterizaría por:
a) Hacer derivar la estructura general de nuestras ideas, de una u otra manera, de una pequeña parte de sí misma (p. 123).
b) Hacer consistir esa pequeña parte matriz, “básica y no derivada”, en “estados mentales” entendidos “de una forma bastante restringida: como impresiones o imágenes de cualidades sensoriales simples, sueltas o combinadas entre sí” (p. 123). Parece que estamos aquí hablando de los “modos simples” de Locke o de los “sense data” de Russell.
Pero Strawson distingue dentro de ese empirismo clásico “tres variedades” que a grandes rasgos agotarían las posibles formulaciones de esa doctrina.
1.1. La primera variedad es caracterizada, partiendo de esos estados mentales de “cualidades sensoriales simples”, por sostener que “la estructura general de nuestro pensamiento, de nuestras creencias ordinarias sobre el mundo, ha de entenderse como si fuese un tipo de teoría, elaborada sobre la base que forma la sucesión de estados subjetivos”. Esa “teoría” sería una justificación racional del mundo.
1.2. La segunda variedad, que Strawson asocia explícitamente con Hume, desecharía esa “teoría”, rechazando una justificación racional del mundo, que reduciría a una mera “explicación” psicológica de nuestras teorías que, pierden así posible justificación racional.
1.3. La tercera variedad sería aquella según la cual “todas las nociones constitutivas de la estructura general de nuestro pensamiento, dejando a un lado los elementos que se admiten como básicos, son lo que se dio en llamar construcciones lógicas de esos elementos básicos” (p. 124). Los restantes “tipos de cosas” distintos a esos “elementos básicos” son meros convencionalismos, formas de hablar, incluso economías lingüísticas o abreviaturas simbólicas, pero carecerían de realidad, que sólo es imputable a los elementos básicos. Se trata del atomismo lógico de Russell, del primer Wittgenstein o de Carnap.
La crítica de Strawson al empirismo clásico es extremadamente breve, por lo que deja muchas dudas en el aire. Posiblemente haya que referir dicha crítica a lo que hasta ahora lleva expuesto Strawson y que podríamos centralizar en esa “red de relaciones” bajo la cual entendemos el mundo. El rechazo del empirismo clásico viene determinado por la afirmación de la sustancia, hecha en el capítulo anterior, si bien bajo la perifrástica expresión de “individuos que ocupan espacio y que conservan su identidad, los objetos materiales” (p. 120). La crítica a la tercera variedad de empirismo clásico se fundamenta precisamente en que “sería difícil encontrar un solo filósofo que conserve alguna confianza en ella. Las dificultades de la reducción se hicieron insuperables” (p. 126). Sin duda se refiere Strawson a que toda reducción a los elementos últimos de la realidad nunca puede ser metafísica, pues supondría una regresión al infinito. La única reducción posible a elementos básicos es la científica, mediante la utilización de conceptos teóricos mínimos (no ontológicos, sino científicamente instrumentales), pero esa reducción no nos interesa. Por eso, desde un punto de vista metafísico Strawson se decanta por los objetos materiales, identificables en el espacio y el tiempo como algo situado en otro lugar y/o en otro instante diferente al del sujeto cognoscente.
La crítica a la variante humeana del empirismo se centra en que “los términos mismos de la explicación pertenecen a ese marco [psicofisiológico] o lo presuponen” (p. 126). Es decir, la explicación que da Hume de la confianza del hombre en las “leyes científicas” es puramente psicológica; pero si no salimos del psicologismo incluso el propio sujeto se disuelve y pierde su identidad, pues desde este punto de vista sería una mera sucesión de estados psicológicos que de ninguna manera son capaces de constituir por sí solos un sujeto con identidad.
Y, finalmente, terminando nuestro recorrido en orden inverso al de la exposición de Strawson, la crítica a la primera variante del empirismo clásico consiste en la afirmación de que no podemos “justificar racionalmente” las teorías si no es montándolas sobre nuestra propia estructura general de ideas: ésta sería previa (y no posterior) a la justificación. No hay teoría posible sin una previa estructura general de comprensión del mundo.
2. “Externalismo”.
Como dice Strawson, se trata de la posición inversa a la del empirismo clásico: “El internalismo no aprecia problema alguno en entender la vida subjetiva interna de los pensamientos, las sensaciones y la experiencia interna en general como una serie de entidades privadas, mientras que sí considera problemático el mundo físico. El externalismo considera no problemático el mundo físico público de los cuerpos que se mueven e interaccionan en él, mientras que para él la vida subjetiva e interna es problemática” (p. 127).
Dentro de su línea cautelosa, y un tanto ambigua, Strawson no emprende una refutación directa de esta doctrina, sino lo que llama “dos comentarios” que, sin embargo, sí parecen ser un atisbo de crítica, pues remiten a un cierto “absurdo” del externalismo, para acabar concluyendo que “una cierta dosis de mentalismo es tan inevitable en la teoría del significado como lo es en la teoría de la percepción” (p. 129); y es que ésas son las dos cuestiones de que tratan, respectivamente, los dos comentarios de Strawson.
El primero se mueve en el ámbito de la “teoría de la percepción” y, en mi opinión, resulta poco convincente como argumento de refutación. Efectivamente, si lo que trata el “externalismo” es negar que haya una percepción de un mundo externo, afirmar que sólo hay mundo externo sin percepción, la doctrina cae por su propio peso. Pero no parece que eso sea sostenido por nadie; más bien el “externalismo” parece consistir en una cierta desconfianza hacia la imagen interna que nos formamos del mundo (“la vida interior parece ser característicamente elusiva e indefinida, inaccesible a la inspección pública o a la verificación científica”, p. 127), que no podemos realizar experimentos científicos con nuestras imágenes del mundo, sino sólo con el mundo mismo, la cosa no está tan clara, y pasaría a depender, en mi opinión, del alcance que demos a “imagen” respecto a la realidad “imaginada”. Si llevamos las cosas hasta el extremo (lo que podemos hacer, sin duda, perfectamente) de considerar que una fotografía de un eclipse no es un eclipse, ciertamente podemos coincidir con Strawson. Pero el problema que se plantea, sin duda, es que no es lo mismo una fotografía de un eclipse que el recuerdo (imagen memorizada) que yo tengo de un eclipse que vi hace diez años. Toda imagen tiene una cierta conexión con la realidad imaginada; y no todas las imágenes son iguales, y no lo son porque su conexión con la realidad imaginada es diferente. En mi opinión resulta un tanto falaz el ejemplo de Strawson, pues compara un paisaje con una descripción de ese paisaje por alguien que está viendo el paisaje en ese momento; naturalmente, en tales condiciones, la descripción del paisaje resultará “tan rica y plena” como la descripción de la experiencia del paisaje (de hecho, lo raro sería lo contrario, pues es imposible describir un paisaje y sólo se puede describir la experiencia del mismo). Pero la cosa cambia cuando comparamos la descripción de un paisaje que estamos viendo con la descripción de un paisaje que vimos hace un rato; ésta última, sin duda, resultará vaga (elusiva e indefinida) frente a la primera. Y me parece que es de esto de lo que habla el externalismo.
En cuanto a la segunda objeción, formulada en el ámbito de la “teoría del significado”, va directamente dirigida hacia el argumento de Quine en su famoso escrito “Dos dogmas del empirismo”, concretamente al rechazo del primero de los dos dogmas: el de la distinción entre proposiciones sintéticas y analíticas. Quine hizo la observación de que (su ejemplo fue: “todos los solteros son no casados”) una proposición de las llamadas “analíticas” o es una proposición sin significado alguno (utiliza sinónimos, y por tanto el sujeto y el predicado son idénticos) o si lo tiene es una proposición sintética. Esta tesis de Quine rechazaría, pues, la distinción leibniziana entre “verdades de hecho” y “verdades de razón” o, lo que es lo mismo, rechaza que exista algo como la “necesidad lógica”. Los hechos del mundo son siempre contingentes y lo que llamamos “verdades lógicas” o bien no son tales porque son contingentes (incluso el principio de tercero excluido es revisable: otra cosa es que los diferentes principios lógicos tienen diferente grado de revisabilidad, según el puesto más o menos central que ocupen en nuestra mente) o bien son puros truismos, trivialidades. Strawson se opone a este tipo de “externalismo”, pero lo hace de forma bastante desmañada, simplemente afirmando que “como usuarios del lenguaje, sabemos lo que decimos, y lo que los demás dicen con nuestras palabras, lo suficientemente bien como para apercibirnos de inconsistencias y consecuencias, de necesidades e imposibilidades, que son atribuibles tan sólo a significados, a su sentido” (p. 129).
Lo que no es de extrañar, pues el mismo Strawson ha escogido un marco de ambigüedad. En los primeros capítulos se desmarcó de la “universalidad” de los juicios a priori, sustituyéndola por la “generalidad”. Pero esa sustitución impide ahora, en rigor, utilizar unos conceptos como los de “necesidad” e “imposibilidad”. El sentido débil de estos conceptos, en realidad, no es distinto a lo que Quine apunta: a la revisabilidad de todos nuestros conceptos, si bien hay algunos que, por su centralidad, serían el último bastión revisable; o sea, a falta de necesidad, una graduación entre lo más general y lo más contingente, pero sin poder hablar nunca de “necesidad” lógica. Y, menos aún, como parece apuntar Strawson a una necesidad “lingüística” aún menos aceptable, en mi opinión.
Dedica Strawson las páginas finales del capítulo a intentar ubicar su tercera vía entre el empirismo clásico y el “externalismo”. Se trata de dar un estatuto ontológico a la predicación, a las categorías predicativas que, por parte del empirismo clásico, habían sido reducidas a “estados subjetivos” sensoriales de dudosa realidad objetiva, y que, por parte del “externalismo”, desaparecerían al ser su existencia derivada o secundaria, ligada al individuo-referencia que sería lo único existente. A tal efecto introduce Strawson las nociones de acción y de sociedad.
La noción de acción es necesaria si queremos mantener el dualismo ontológico que sostiene Strawson. En efecto, el idealismo de corte berkeleyano convierte la realidad en una mera proyección de los estados subjetivos del hombre (“esse” es “percipi”) y disuelve la realidad. El fisicalismo, por el contrario, reduce el mundo a mera positividad. Si queremos abrir el mundo a una actividad humana consciente y eficaz sobre el mundo, hay que abrir ese territorio intermedio de la posibilidad que se recoge en la acción. Como dice Strawson: “Los conceptos que tenemos de las cosas son conceptos de cosas a propósito de las cuales, en general, no somos omnipotentes ni tampoco del todo impotentes” (p. 132). Si el mundo fuera total subjetividad, seríamos omnipotentes (como tal vez pensaba Hegel); si el mundo fuera mero determinismo físico, seríamos impotentes frente al mundo: la libertad, la voluntad, el deseo, serían meras pulsiones físico-químicas, meras apariencias de una libertad inexistente.
Finalmente, el concepto de sociedad permite incardinar la acción en un esquema simbólicamente mediado. La acción nunca es totalmente individual, sino intersubjetiva. No obstante, como el propio Strawson se detiene aquí, dejando al margen los problemas de Filosofía Política y Moral, nosotros también lo haremos.