Ayer se publicó El País un artículo bastante interesante:
El anumerismo también es incultura
Desde el punto de vista filosófico, que es el nuestro, interesa destacar esta llamada de atención sobre el “anumerismo” como carencia. No está de más recordar que, si el lenguaje es una simbolización del mundo, no debemos olvidar ese otro “lenguaje”, el de los números, que tanta tradición tiene también en filosofía, ya desde los tiempos de Tales y Pitágoras hasta los más recientes de Descartes o Leibniz. Y Galileo incluso afirmó que el mundo está escrito en lenguaje matemático.
La moda presente parece querer reducir el pensamiento filosófico a lo cualitativo, a la interpretación (hermenéutica) de textos. Incluso con dislates o tergiversaciones filológicas incluidas, como esta de Heidegger
Aquí
que aporta una extravagante etimología del griego “mázema” que no se corresponde con la real (Emilio Lledó recuerda su auténtica etimología en el artículo a que me refiero).
Pero lo que me importa ahora no es debatir sobre cierta “imagen del mundo” (la matemática) frente a sus alternativas rivales, sino comentar lo empobrecedor que resulta su rechazo frontal, pues eso nos hace perder de vista aspectos importantes de la realidad. Bastante limitadas son nuestras facultades humanas como para, encima, renunciar a propósito a algunas de ellas. Lo que me ha movido a traer aquí este artículo es una reflexión sobre no sólo la autolimitación que se imponen muchos filósofos (o estudiantes de filosofía) renunciando a la más mínima comprensión del “lenguaje” matemático, sino la correlativa y no menos empobrecedora autolimitación que se imponen muchos científicos (o estudiantes de ciencias) renunciando a la filosofía de la ciencia o a la metafísica. Y a este respecto me gustaría detenerme en uno de los ejemplos que propone Raúl Ibáñez al final del artículo, concretamente el titulado “Saber y ganar”, que reproduzco:
El concursante de un programa de televisión se enfrenta a la prueba final, en la que hay tres puertas. Detrás de una de ellas hay un coche, y tras las otras dos, nada. Elige una y el presentador ordena abrir alguna de las otras dos, siempre una sin premio. Entonces, tienta al concursante: "¿Desea cambiar de puerta?". La intuición nos dice que da igual, que tendremos un 50% de probabilidades de acertar. Pero no es así. Si nos quedamos en la misma solo tendremos una probabilidad de 1/3 (33%) de conseguir el premio, igual que al principio. Pero si cambiamos, la probabilidad de obtener el coche será de 2/3: seremos ganadores siempre que nuestra primera opción no fuera la correcta. Y partíamos con un 66% de probabilidades de equivocarnos.
El planteamiento de Ibáñez, si no lo entiendo mal, es el siguiente. Supongamos tres puertas, A, B y C, tras una sola de las cuales está el premio. Entonces se nos abren las siguientes posibilidades y líneas de conducta (indico con 1 que tras esa puerta está el premio y con 0 que tras esa puerta no hay nada:
Puerta A..... 1 0 0
Puerta B..... 0 1 0
Puerta C..... 0 0 1
Me planto.... 1 0 0
Cambio....... 0 1 1
Supongamos que, en primera instancia, escojo la puerta A. Si tras ella está el premio, el presentador descartará una de las otras dos y me ofrecerá cambiar A por la que no ha descartado. Si tras A (la que elegí) no está el premio, el presentador descartará de las otras dos la que está vacía. Si me planto en la A, de los tres casos posibles sólo acertaré en uno. Si cambio de puerta, de los tres casos posibles, acertaré en dos. Según eso, la línea de conducta “me planto” es menos racional que la línea “cambio”; sin embargo la intuición nos dice que, una vez descartada una puerta por el presentador, las probabilidades de “me planto” o “cambio” están al 50%. Según Ibáñez, la intuición nos engaña. Pero ¿seguro que es así? Yo no lo veo tan claro.
Supongamos que hay dos concursantes, Juan y Pedro, pero que están incomunicados y, sin embargo, jugando con las mismas puertas. Les separa una pared y no pueden ver ni oír lo que sucede con el otro concursante al otro lado de esa pared. Juan ha elegido A y Pedro ha elegido B como primera opción. Entonces el presentador abre C y muestra que está vacía. En esta situación, según Ibáñez, Juan actuaría racionalmente cambiando a B y Pedro actuaría racionalmente cambiando a A. Según Ibáñez Juan estaría actuando racionalmente y Pedro también. Pero ¿cómo es posible que la actuación racional de Juan (elegir ahora B ) y la actuación racional de Pedro (elegir ahora A) sean las dos una elección racional y, sin embargo, sean distintas? Eso no puede ser.
Son admisibles dos cursos de acción racionales y diferentes, pero siempre que los dos agentes dispongan de diferente información o se enfrenten a distintas situaciones de hecho. Pero Juan y Pedro se enfrentan a los mismos hechos y su información es la misma. El hecho de que, inicialmente, uno eligiera A y el otro B ni cambia el mundo (sigue habiendo premio sólo detrás de una puerta y las otras están vacías) ni la información de que disponen Juan y Pedro es diferente: ambos saben que sólo hay un premio y ambos saben que no está detrás de la puerta C.
Lo que ocurre es que Raúl Ibáñez ha olvidado una distinción fundamental en filosofía de la ciencia: que no es lo mismo una ciencia estadística sobre una realidad determinista que una ciencia basada en leyes estadísticas. Que no es lo mismo la física estadística de gases que la mecánica cuántica y su principio de incertidumbre. Es decir: que hay que distinguir entre a) una realidad causalmente determinada que, por razones prácticas de cálculo o por imposibilidad material de medición, modelizamos de forma estadística para su estudio científico, y b) una realidad que, ontológicamente, está indeterminada. Por eso Ibáñez habla, como si fuese lo mismo, de “probabilidad de acertar”, “probabilidad de conseguir el premio”, “probabilidad de obtener el coche” y “probabilidad de equivocarnos”, cuando creo que no debemos confundir la probabilidad de acertar, que depende de dos cosas, una situación de hecho y el conocimiento (imperfecto) que el sujeto tiene de esa situación y la probabilidad de conseguir el premio, que depende sólo de la situación de hecho, del hecho de que el coche esté detrás de una determinada puerta.
La situación planteada por el ejemplo de Ibáñez es la de una realidad determinada que tengo que analizar en un contexto de incertidumbre; no la de una realidad ontológicamente indeterminada. El cuadro que he mostrado representando la argumentación de Ibáñez es un cuadro que ilustra la segunda, cuando la situación a que nos enfrentamos es la primera. Cuando el concursante va a hacer su primera elección la esperanza (subjetiva) de obtener el premio es de 1/3 para cada elección; pero la probabilidad ontológica u objetiva es del 100% para una puerta (aquélla tras la cual está el premio) y del 0% para las otras dos puertas. Cuando el presentador abre una de las puertas, la probabilidad ontológica no cambia: la puerta que antes tenía el 100% de probabilidad, sigue teniéndolo y la otra puerta cerrada que tenía el 0% también sigue teniendo esa misma probabilidad nula. Pero la esperanza o probabilidad subjetiva del concursante, sí cambia, y pasa a ser del 50% para cada una de las dos puertas que permanecen cerradas (cuando antes era de 1/3 para cada una de ellas).
Por eso, la elección racional no es cambiar de opción (Juan cambiar a B y Pedro cambiar a A) sino que cada uno de ellos se enfrenta a una elección de indiferencia, al 50%; es la misma elección y, por eso, la decisión racional en ambos casos será la misma, no distintas, como afirma Ibáñez. Éste pretende que al descartar la puerta C, como la probabilidad ontológica prefijada de A era de 1/3, la probabilidad ontológica de B pasa a ser de 2/3. Pero eso no es así, pues tanto antes como después de que el presentador descarte la puerta C la probabilidad ontológica de A era, es y será de 1 o de 0 y la de B, de 0 o de 1. Así que, dado que la probabilidad ontológica de C es (y era) de 0, el cuadro al que se enfrenta el concursante sería (ahora ya lo sabemos):
Puerta A..... 1 0 0
Puerta B..... 0 1 0
Puerta C..... 0 0 0
Me planto.... 1 0 0
Cambio....... 0 1 0
Es decir, el concursante elige entre opciones indiferentes al 50%, pues la tercera línea se ha manifestado ontológicamente imposible y, por ello, ineficaz para afectar a la probabilidad ontológica de A y de B, aunque el conocimiento de ese hecho (la imposibilidad de C) sí que afectará a la probabilidad de acertar que el sujeto asigna a las otras dos opciones (y sería tonto si eligiera haciendo caso omiso del conocimiento de ese hecho que ahora conoce y antes no, el de que C es imposible).