Bienvenido, Invitado
Nombre de Usuario: Contraseña: Recordarme
  • Página:
  • 1

TEMA: Comentarios a "El hombre y la gente" (VI)

Comentarios a "El hombre y la gente" (VI) 07 Dic 2010 19:50 #509

  • Nolano
  • Avatar de Nolano
  • DESCONECTADO
  • Escolástico
  • Mensajes: 4002
  • Gracias recibidas 3983
VIII. DE PRONTO APARECE LA GENTE / IX. MEDITACIÓN DEL SALUDO / X. MEDITACIÓN DEL SALUDO. EL HOMBRE, ANIMAL ETIMOLÓGICO ¿QUÉ ES UN USO?

Afronta Ortega en estos tres capítulos, dentro de su sistema de hombre ensimismado, la filosofía política que voy a exponer en dos apartados: la Teoría Política y la Filosofía del Derecho, a la luz de los presupuestos solipsistas expuestos en los capítulos precedentes.

Teoría Política de Ortega

Evidentemente, se va a poner ahora de manifiesto el rechazo por Ortega de cualquier sistema de organización de la vida del hombre en sociedad, aunque, al parecer, sea un mal necesario: “aparece esa cosa terrible, pero inexorable e inexcusable, que es la política”, frase con evidentes ecos weberianos, la política como venta del alma al demonio; y posición ideológica de la que resulta heredero Muguerza y su empeño en mantener separadas a toda costa ética y política (aun a riesgo de vaciar de contenido práctico a la ética y de dignidad a la política). Muguerza, sin embargo, se muestra cauteloso (no en vano ha corrido mucha agua bajo el puente desde Ortega) y se cubre invocando la venerable filosofía práctica kantiana, con su insondable abismo ser-deber ser. Ortega, sin embargo, arremete contra la Ilustración y el siglo XVIII sin matices, envuelto en la plena vorágine desilustradora de su tiempo.

En efecto, si partimos de la moral kantiana, identificaremos el principio moral de la autonomía de la voluntad. No hay moralidad alguna en obedecer normas externas; sólo se es moral cuando se siguen los dictados de la propia conciencia. Ahora bien, que un acto heterónomo no tenga valor moral, ¿lo convierte automáticamente en inmoral? Y que un acto sea autónomo, ¿lo convierte ipso facto en moral? Yo creo que ninguna de las dos cosas. Por otro lado, creo también que hay que matizar mucho qué debe entenderse por acto autónomo y por acto heterónomo. Pues si llevamos el sentido de la autonomía hasta el extremo de un puro vivir el momento, puro imperio de la voluntad de este instante, creo que estaremos contradiciendo el sentido de la ética kantiana. La mayoría de nosotros, supongo (y espero no ser en esto un bicho raro), nos fijamos nuestras normas de conducta no instantáneas, sino con cierta pretensión de permanencia; en un momento determinado, un día antes de un examen por ejemplo, quizá no me apetezca estudiar, pero, no obstante, cojo el libro y me pongo a repasar; no considero que, en ese momento, esté realizando un acto heterónomo, contrario a la autonomía de mi voluntad, sino perfectamente autónomo, porque he sido yo el que decidí en su día matricularme en esta carrera. Por lo tanto, no creo que haya que confundir autonomía con dejarse llevar por los deseos del momento. Precisamente un rasgo característico del hombre es esa capacidad para evaluar fines y medios, para comprender que el interés inmediato de hoy puede ir en contra del interés mediato de mañana; en resumidas cuentas, para separar, cuando menos a nivel teórico y entre personas adultas, razón e interés, distinguir entre lo bueno y lo que me apetece en este momento. Ese rasgo creo que es el que fundamenta éticas dialógicas como la de Habermas o la de Rawls (salvando, naturalmente, las distancias entre ambas).

Porque si podemos ser capaces de contemplar separadamente el valor de la acción y el interés particular y del momento, de cada cual, podemos confiar en que los hombres puedan llegar a acuerdos dialógicos si son capaces de identificar y dejar aparte, en la medida de lo posible, su interés particular e intentar configurar líneas de acción en interés general; eso ocurre porque tenemos “logos”, razón, un rasgo común a todos los hombres. Naturalmente no todo el mundo concuerda en esa visión antropológica. En particular, y a mostrar eso han ido orientados mis comentarios precedentes a esta obra de Ortega, éste tiene una opinión contraria. El hombre solipsista es puro vivir interesado sólo en sí mismo y no cree que el otro sea capaz tampoco de dialogar despojándose del velo de su propio interés. A partir de aquí, sálvese quien pueda.

El hombre sin su intrínseco interés no es nada para Ortega; por eso el ámbito político, social, colectivo, el foro del diálogo común de “todos” se transforma para nuestro autor en un “nadie”. Sólo bajo ese punto de vista puede entenderse el batiburrillo que forma Ortega, metiendo en el mismo saco el Volksgeist del romanticismo alemán y el espíritu social ilustrado y, bajo la etiqueta de colectivismo, al reacionario teócrata De Bonald y al socialista Karl Marx, en extraño maridaje contra natura. ¿Qué une a tan variopinta colección? Que todos estos autores perciben en el hombre una dimensión que va más allá de su solipsismo egoísta y centrado sólo en su propio interés, y entrevén la posibilidad de un ámbito de comunicación humana.

Bajo tales principios, la teoría política de Ortega es, no hay más remedio, antiestatalista. El Estado es, precisamente, la personificación de ese ámbito comunitario humano. “Esa entidad se llama Estado. Es el Estado quien me impide cruzar la calle a voluntad. Miro en torno, pero por ninguna parte descubro el Estado”. El Estado, pues, es el que se opone a mi interés del momento, “cruzar la calle a voluntad”. Esta crítica al Estado es bastante llamativa, pues nos pone frente a una difícil tesitura: ¿era Ortega un anarquista? Me parece difícil sostener eso, y yo lo descartaría; el anarquismo es fundamentalmente colectivista, aunque rechace la institucionalización de la colectividad en el Estado. Es un colectivismo sin Estado con el que Ortega, creo yo, no tiene ninguna afinidad. Por otro lado, el reconocimiento de la inexorabilidad del Estado como hecho es incompatible con el ideario anarquista.

Pero lo cierto es que, como se suele decir, los extremos se tocan, y no son pocos los autores y pensadores que, paradójicamente, son, para unos, hitos del pensamiento anarquista y, para otros, se trata de fascistas (Stirner, Nietzsche, Cioran...). Hay un error bastante frecuente que consiste en identificar el nacionalsocialismo con una doctrina política que defiende a ultranza el Estado. Nada más lejos de la verdad, como se encargó de poner en evidencia Herbert Marcuse en su obra “Razón y revolución”: “Alfred Rosenberg, guardián oficial de la «filosofía» del nacionalsocialismo, abrió el fuego contra el concepto hegeliano del Estado. Como consecuencia de la Revolución Francesa, afirma, «surgió una doctrina del poder ajena a nuestra sangre. Llegó a su apogeo con Hegel y fue luego retomada por Marx bajo la forma de una nueva falsificación...». «Esta doctrina –continúa luego- otorgaba al Estado la dignidad de lo absoluto y el atributo de ser un fin en sí». Para las masas, el Estado se presentaba como «un instrumento de fuerza sin alma».”. La obra de Rosenberg que cita Marcuse es de 1933 y es realmente fascinante la sintonía de ese final “sin alma” con la colectividad “desalmada” de Ortega.

No me gustaría, no obstante, llevar demasiado lejos la tesis del posible nacionalsocialismo de Ortega. Seguramente se trata más bien de la ubicación de Ortega en una corriente general de su tiempo: “La destrucción del principio de la razón, la interpretación de la sociedad como naturaleza, y la subordinación del pensamiento a la dinámica inexorable de lo dado operaban en la filosfía romántica del Estado, en la escuela historicista, en la sociología de Comte. Estas tendencias antihegelianas unieron sus fuerzas a las filosofías irracionales de la vida, la historia y la «existencia» que surgieron en la última década del siglo XIX y construyeron el marco ideológico del ataque al liberalismo” (H. Marcuse). En particular, es evidente que la crítica de Ortega al Volksgeist no es compatible con el nacionalsocialismo que, precisamente, oponía Volk (Pueblo o Nación) a Estado, subordinando éste a aquél (si bien, en última instancia el papel político del pueblo era desempañado exclusivamente por el Führer, como único intérprete de su voluntad).

Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que si la filosofía política consiste en la especulación sobre la legitimación del poder, la filosofía política de Ortega es puramente negativa. Para él no hay poder legítimo, y todo poder, en cuanto es constricción del yo ensimismado, es malo, aunque inevitable. Pero las consecuencias de esa posición son evidentes: al no haber un Estado ideal, no hay referencia de valor, no hay forma de valorar si un régimen político es mejor o peor que otro, pues el Estado es siempre una cuestión de hecho, algo “inexorable e inexcusable”; y, así, igual se justifica una democracia que una dictadura, pues no sabemos con qué ideal compararlas. Es cierto que se podría alegar que, si el centro de la filosofía orteguiana es el yo ensimismado, tenemos un punto de arranque valorativo, pues será mejor Estado el que más libertad dé al yo, el que menos limite su voluntad libre. Pero no es menos cierto que el yo no sólo está amenazado por el Estado, que al fin y al cabo es todos y es nadie, sino que hay una amenaza aún más real que la del Estado, la del Otro que, en palabras de Ortega, me puede dar una puñalada. Y, así, la teoría orteguiana puede servir también, y yo diría que más, para apoyar la tesis de que es mejor el Estado-policía que vigila a sus ciudadanos e impide que me apuñalen, que el Estado liberal que deja que cada cual actúe bastante libremente, con grave amenaza para la seguridad de los demás.
Bin ich doch kein Philosophieprofessor, der nöthig hätte, vor dem Unverstande des andern Bücklinge zu machen.
No soy un profesor de Filosofía, que tenga que hacer reverencias ante la necedad de otro (Schopenhauer).


Jesús M. Morote
Ldo. en Filosofía (UNED-2014)
Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla
El administrador ha desactivado la escritura pública.

Re: Comentarios a "El hombre y la gente" (VI) 08 Dic 2010 10:01 #521

  • Kierkegaard
  • Avatar de Kierkegaard
  • DESCONECTADO
  • Escolástico
  • Mensajes: 2185
  • Gracias recibidas 1790
Habría sido interesante que Ortega hubiera llegado a escribir su capítulo sobre el Estado, que se le quedó en el tintero de este curso, o que los que pudieron escucharle hubieran dejado notas sobre las tesis que de él interpretaron. Todo habría conducido, probablemente, a poner algo de luz sobre tus especulaciones, con las que entronco en su parte final: creo que parece coherente que la hobessiana concepción de Ortega haya de admitir un Estado mínimo, inexorable, para salvaguardar la libertad individual, pero que no se exceda oprimiéndola más que lo mínimo imprescindible. Esta postura, la encuentro más bien contraria a los totalitarismos, nacionalsocialismo o a cualquier tipo de anarquismo; y sin embargo, más afín al liberalismo democrático que parece que profesó en su vida, materializado incluso en el escaño que tuvo en tiempos de la República por la provincia de León. Creo que ha quedado claro por sus palabras que Ortega mantenía un cierto elitismo para con la masa, en la que estaban los otros – no poco de ello aparecería en su afamada La rebelión de las masas – enalteciendo la autonomía del individuo, que con buen criterio tú demandas entender bien.

Y esta autonomía es la que creo que incide en el quid de las cuestiones en torno a los usos que aparecen en estos temas y sobre la que yo he versado mi reflexión. Siento si quizá desvío un poco tu planteamiento sobre la Teoría Política y la Filosofía del Derecho, pero ya trenzaremos con nuestras respuestas las distintas interpretaciones de estos capítulos. Por mi parte, al hilo de esta autonomía frente a los usos, dejo aquí mis reflexiones empezando por los motivos que titulaban estos capítulos. Creo que ya que Ortega considera al saludo como uso de usos, acaso puedo introducir aquí mis reflexiones al hilo de estos capítulos empezando por el del propio saludo.

Creo que Ortega simplifica en exceso su análisis del uso, por mucho que sea para hacerlo más fácilmente comprensible. Contrapone el saludo como tal al motivo por el que, en su ejemplo, yo voy a visitar a alguien y en ello lo saludo. Según él, en este segundo caso, yo dispongo de voluntad y claridad intelectiva para decidir lo que hago, mientras que mi saludo al llegar resulta ser un resorte mecánico y deshumanizado. En el fondo, el enmarañamiento de los usos, como luego advertirá, no puede analíticamente deshojarse de esa manera. Pues los motivos que me llevan a hacer una visita que comprendo, cuyo sentido decido y quiero, pueden estar también fundamentados en un uso. Por ejemplo, entiéndase que la visita puede consistir en acudir a un acto social, una boda civil o una primera comunión de un familiar. Y que no por asistir, pierdo mi autonomía, como apuntabas.

Podría ser interesante desarrollar una teoría hilemórfica de la cultura que contemple dos dimensiones en las que se mueve el hecho cultural. En el caso particular del saludo, una cosa sería su materia concreta, que diferencia el rocambolesco saludo del Tuareg del íntimo saludo del esquimal, y otra su aspecto formal, su sentido, podríamos decir, donde puede residir todo fondo de racionalidad común. Así, yo creo que Ortega yerra con su pesimista interpretación del saludo. De manos de Spencer, considera que el sentido etimológico del saludo es el de demostrar que no existen intenciones de agresión. Y esto, que carece de sentido ya en nuestro hoy, hace para Ortega que el uso pierda su capacidad de ser entendido y querido como tal, resulte un resorte mecánico inhumano y sea completamente deshumanizador. Por así decirlo, ha perdurado materialmente el gesto cultural (aunque ha evolucionado y diversificado) pero se ha perdido el sentido. Sin embargo, yo creo que el gesto cultural no sólo es tácitamente heredado por cada generación sino que ésta lo reinterpreta, lo aprende repensándolo en profundidad y transformando inevitablemente su sentido, haciendo evolucionar éste en dimensión paralela a la materialidad, no limitándose sólo a repetirlo como macacos. Esto hace que el uso pueda caer en desuso, que el uso pueda interpretarse torcidamente como abuso, pero también que ante la misma realidad material de la cultura, o a una que conserva el gesto de no ir armado, el hombre vuelva a recrear un nuevo sentido, independiente, haciendo del signo un símbolo, y dotando al gesto cultural, al uso, de una plena actualidad, humanizadora. Hoy, el sentido del saludo no será el primigenio, pero lleva inherente el sentido de ser el gesto del que se sorprende reconociendo la importancia, prestando atención, a la existencia de otro en el mundo. Según diferentes grados de conocimiento de esa existencia, además muestra una mayor o menor familiaridad con ese otro, y a priori suele significar una demostración de una buena predisposición amable hacia ese otro, haciendo manifiesto cierto optimismo antropológico, aunque siempre quepa el abuso de hacer de él una pura cortesía estratégica similar a la que Ortega interpreta.

Es decir, que el uso puede llevar inserto un sentido oculto – ocultamiento social del que hablaría Ortega, aunque creo que con otro sentido – pero que no necesariamente se encuentra extinguido, sino que se ha enquistado en la costumbre para una más fácil transmisión, puesto que realizar el esfuerzo de pensar tantas cosas habituales como hacemos sería contraria a la economía de esfuerzos que nos gobierna. El planteamiento de Ortega nos invita a reflexionar sobre que este sentido inherente a un uso, hasta que no es comprendido, extrayendo de él su racionalidad, apenas hace más que repetirse por mímica simia, deshumanizadora. Pero cabe criticar a Ortega que el uso no es válido sólo cuando mantiene su sentido etimológico, pues pueden sobreponerse a él nuevos sentidos, y urdirse bajo él nuevas concreciones materiales transformando enormemente las culturas humanas.

En general, la cuestión en torno a los usos en Ortega saca a relucir el diálogo vital que se establece con la tradición. No ponderando bien su respuesta él opta, en parte explicado por su momento histórico, por pronunciarse más por uno de los polos que tensiona este diálogo, tal y como ha hecho con otras tantas cuestiones. Este diálogo ha de guardar siempre una inestable templanza entre el diálogo crítico, que muestre la suficiente madurez como para exigir la justificación y la consecuente personalización de esa enseñanza, y el respeto por la experiencia humana acumulada en la cultura y la tradición. Ambos extremos pueden formularse en negativo: el primero de ellos, la excesiva arrogancia, que disfraza tras de una aparente postura crítica la ignorancia profunda sobre las fuentes que dice criticar; el segundo, la infantil enajenación irresponsable que prefiere descansar en los designios de otros. En este sentido, Cabodevilla en su obra Palabras son amores decía: No podemos despreciar la gran carga emotiva que la palabra “tradición” posee a efectos de seguridad. El pasado significa suelo firme. Cada maestro estrecha la mano de su predecesor y, a través de las generaciones, enlaza con el oráculo. Nada más tranquilizador que poner los pies sobre las huellas de nuestros mayores, nada más consistente que una doctrina garantizada por los siglos.

Antes, el continuismo cultural podía sobrevivir. Pero en nuestro hoy postmoderno es imposible. En el seno del relativismo, cultural y axiológico, todo parece cuestionable a la par que todo es válido. Esta tensión se hace más exigente que nunca en los tiempos que nos tocan vivir porque es preciso repensar críticamente y por uno mismo lo heredado, a la par que guardar respeto y humildad por la sabiduría acumulada.

Y este es el “repensar” con el que yo creo que puede responderse al planteamiento de Ortega. De todos los tópicos, hay uno que en sí mismo abarca la verdad de todos ellos: quien recibe una enseñanza no la adopta para sí hasta que no la vive, la aprehende, por sí mismo. Así escribe Platón en el Menón:
Sócrates – ¿Ves, Menón, cómo yo no le enseño nada, sino que se lo pregunto todo? [...]
Menón – Sí.
[...]
Sócrates – ¿Crees, pues, que él hubiera intentado investigar o aprender lo que creía saber sin saberlo, antes de caer en la perplejidad, convencido de que no lo sabía, y de sentir el deseo de saberlo?
Menón – Me parece que no, Sócrates.
Sócrates – ¿Ha ganado entonces con entorpecerse?
Menón – Me parece.
Sócrates – Fíjate, pues, en lo que desde ese estado de perplejidad va a encontrar también investigando conmigo, sin que yo haga otra cosa que preguntar, y no enseñar: y vigila tú a ver si me coges enseñándole y explicándole en vez de interrogarle sobre sus ideas.
Uno debe constatar por sí mismo la verdad que el dialogante – sea interindividual, sea la gente – le transmite. Toda otra enseñanza es en vano, es puro dogma o pura ignorancia, uso en Ortega que sólo puede obedecerse fanáticamente, muy a pesar de la cuestionable bondad de la norma... Así, muchos tópicos son verdad - muchos usos tienen sentido - , siendo éste un tópico por sí mismo. Pero tal afirmación resulta hueca. El contenido lo aporta la experiencia personal y concreta. De tal modo, las verdades han de ser, si no descubiertas como por primera vez – con el llamado complejo de Cristóbal Colón – sí repensadas. Redescubiertas, encarnadas, actualizadas en la historia.

Quien no repiensa una verdad no la hace suya y, o bien la ignora totalmente, o bien la momifica como certeza, aislándola del bien de la duda, que al fin y al cabo es otra manera de ignorarla. El propio Ortega, en su obra Qué es filosofía, había dicho: El vigor intelectual de un hombre, como de una ciencia, se mide por la dosis de escepticismo, de duda que es capaz de digerir, de asimilar. La teoría robusta se nutre de duda y no es la confianza ingenua que no ha experimentado vacilaciones, no es la confianza inocente sino más bien la seguridad en medio de la tormenta, la confianza en la desconfianza. Quien sin embargo, traga sin reflexionar, sin volver a pensar, peligrosamente habrá establecido un dogma con el que arrear palizas a sus semejantes, como el famoso experimento con los monos y las duchas frías, heredando por costumbre. Y aceptar ciegamente tal herencia, impide que el aprendizaje constituya una verdadera liberación, porque no puede posar en cabezas huecas.

El mismo Descartes, genio de la duda, había logrado, por encima de todo otro logro, alcanzar esa libertad de pensamiento de la que algunos le consideran padre. No por el subjetivismo a que su escuela conduciría, ni por su certeza que la historia rechazaría. Sino precisamente por su atrevimiento por no aceptar autoridad en la verdad – hastiado de discusiones escolásticas entre los discípulos obcecados – y sólo aceptar las verdades que su razón le hubiera impuesto. En su Discurso del método decía: Por eso estoy persuadido de que, si desde mi juventud me hubieran enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado después, y no me hubiera costado trabajo aprenderlas, quizá nunca hubiera conocido otras ni adquirido al menos el hábito y la facilidad, que pienso tener hoy, de hallar siempre otras nuevas a medida que me aplico a buscarlas. En una palabra, si hay en el mundo una obra que nadie puede concluir tan bien como el mismo que la empezó, es seguramente aquélla en que trabajó. Y en aquella en que trabajaba era en la búsqueda de un dato radical, cuyo conocimiento sería probablemente común a toda la especie humana, pero que no podía, ni desde el primer vistazo, darlo por hecho, asumirlo de otro. Hasta el más evidente debía encontrarlo por sí mismo. Escuchando, atendiendo tanto a la realidad como a las pistas que obtenía por un contraste dialéctico con los congéneres, la historia, el saber de su tiempo y con el pasado. No quería decir prescindir de la autoridad, sino no darla por hecho. Cuestión que hoy en día nos parece muy evidente, hijos de la modernidad, hasta el punto de haberlo llevado al extremo contrario del relativismo postmoderno que no acepta ni siquiera el contraste con ninguna autoridad. También sobre esto se descuelga Ortega en La rebelión de las masas.

Pero pocos mejor que quienes amamos la filosofía somos conscientes de lo inevitable que es repetirse, tomar las posturas de otros, y sobre todo excedernos en lo que realmente controlamos para aventurarnos más allá, pues si siempre vamos a donde ya hemos ido, nunca llegaremos más lejos de donde siempre hemos llegado. Este es el repensar por cuenta propia y así ser capaces de ejercitarnos, acaso podamos innovar. No sea que nos pasemos toda la vida formándonos antes de pensar por nuestra cuenta para que cuando estemos formados, ya no haya tiempo de pensar. Decía Cabodevilla también: Pienso que el pensador de casta escribe precisamente de lo que no sabe, transgrediendo diariamente esa frontera imprecisa que separa sus conjeturas de su ignorancia. Sólo conocerá sus propios límites quien los haya sobrepasado. Cualquier otra cosa es pura tautología. Pero ello no ignora lo heredado, que bien puede ir en el uso a pesar de Ortega, sino que debe conservarlo bajo sí: Ortega mismo había dicho en la vida del espíritu sólo se supera lo que se conserva – como el tercer peldaño supera a los dos primeros, porque los conserva bajo sí. (¿Qué es Filosofía?). Así, al final del primer capítulo de este libro, dice “Para superar el pasado es preciso no perder el contacto con él; por el contrario, sentirlo bien bajo nuestras plantas porque nos hemos subido sobre él.”

En fin, en estas líneas – y dejo aparte algún comentario más sobre la lingüística de Ortega, que has decidido dejar fuera de esto sexto bloque – pueden resumirse mis pareceres en torno a este libro.
Javier Jurado
@jajugon
Anímate a suscribirte
jajugon.substack.com/
Última Edición: 08 Dic 2010 10:02 por Kierkegaard.
El administrador ha desactivado la escritura pública.
  • Página:
  • 1
Tiempo de carga de la página: 0.188 segundos