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TEMA: Comentarios a "El hombre y la gente" (III)

Comentarios a "El hombre y la gente" (III) 22 Nov 2010 19:08 #313

  • Nolano
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3.- II. LA VIDA PERSONAL/ III. ESTRUCTURA DE NUESTRO MUNDO.

Una vez hallada la sustancialidad humana en el ensimismamiento del yo, se hace necesario determinar con precisión en qué consiste ese yo ensimismado, que se nos presenta como raíz, como principio radical de la reflexión filosófica. Tal vez sea porque el capítulo anterior procede de unas lecciones de 1939 (según nos advierte el editor) y este segundo debe ser ya muy posterior, pero el caso es que Ortega parece haberse dado cuenta de las terribles consecuencias que acarrea su planteamiento inicial; pero no acaba de reconocer su error, antes bien se empecina en él, y sus intentos por sustraerse de las conclusiones que él mismo va extrayendo, sólo introducen ambigüedad, por no decir franca incoherencia.

Porque el hombre, sin referencia al otro, no es nada; la radicalidad del yo ensimismado, el rechazo explícito del otro y de lo otro, conduce al nihilismo más profundo, en el caso de Ortega en una variedad que podríamos calificar de “inanismo” o de “vacuismo”, pues el individuo ensimismado es puro vacío que, al rechazar lo otro, la alteración, como disolvente de su yo, es incapaz de llenar su propio yo de contenido alguno: “esa vida que nos es dada, nos es dada vacía y el hombre tiene que írsela llenando, ocupándola”; pero ¿con qué va a llenarla, al rechazar lo otro como deshumanizador, si no es consigo misma, con su propia inanidad? Porque el hombre (y por hombre, según Ortega, no hay que entender el género humano sino cada yo) no es nada, no sólo no es, sino que ni siquiera existe: “algunos quieren hoy designar así el modo de ser del hombre, pero el hombre, que es siempre yo –el que es cada cual-, es lo único que no existe, sino que vive o es viviendo”. Creo percibir aquí una crítica al existencialismo de Sartre, al que en seguida me referiré.

El abismo se abre ante el hombre orteguiano: “la vida humana sensu stricto por ser intransferible resulta que es esencialmente soledad, radical soledad”; “vivir significa tener que ser fuera de mí, en el absoluto fuera que es la circunstancia o mundo… Por eso –encontrarme con todo ello-, eso me pasa últimamente a mí solo y tengo que hacerlo solitariamente, sin que en el plano decisivo –nótese que digo en el plano decisivo- pueda nadie echarme una mano”.

Esa soledad, esa intransitividad de la vida humana, no creo haberla encontrado ni en los filósofos que más suelen relacionarse con el nihilismo, pues en ellos se trata de un nihilismo ontológico, epistemológico o moral, pero nunca de un nihilismo tan radical como el que aquí nos muestra Ortega. Yerra gravemente éste cuando acusa: “desde Descartes el hombre occidental se había quedado sin mundo”. Pues el filósofo francés sólo se planteó la no existencia de un mundo pensado como hipótesis a refutar; y, antes al contrario de lo que afirma Ortega, el cogito cartesiano no tendría lugar si no hubiera algo que se piensa; se trata de un cogito transitivo, y precisamente obtengo la certeza de que existo desde la certeza de que pienso algo, de la transtividad del pensar, pensamiento que se ejerce sobre el mundo, pues de la duda acerca de mi existencia nunca se podría deducir la certeza de mi propia existencia. La alternación con el mundo (aunque pueda llegarse a suponer, como mera hipótesis de trabajo, que el mundo no existe) y la necesidad que siente Descartes de alternar con el mundo para ser hombre, es, pues, la base del cartesianismo.

El mismo Schopenhauer, quizá el primero de los grandes filósofos pequeño-burgueses, tantas veces calificado de nihilista, dejando de lado la razón pura especulativa de Kant, se centró exclusivamente en la razón pura práctica, cuyo reino es el de la Voluntad. Pero voluntad viene del latín volo, querer, y querer es, como el pensar cartesiano, verbo transtitivo que necesita lo otro, lo que los gramáticos actuales llaman “objeto directo”, algo sobre lo que el sujeto vuelca la acción transitiva. También el sujeto volente de Nietzsche, el superhombre, necesita al otro para ejercer su voluntad, la voluntad de dominio, dominio o poder que es también necesariamente transitivo, que siempre se ejerce sobre el otro o sobre lo otro.

Finalmente, hasta el mismísimo Sartre, que niega al hombre la esencia, para reconocerle sólo existencia, no le niega al menos ésta, como sí hace Ortega según veíamos antes. Y el filósofo francés hace a cada individuo responsable de sus actos ante la humanidad, si no entendida como especie ontológica, sí al menos como especie biológica, pues cada acto del individuo es una decisión que se toma como potencialmente modificadora del curso de la historia (según explica en “El existencialismo es un humanismo”); responsabilidad tan grande que produce una angustia de la que Ortega se zafa en la inanidad de su yo ensimismado.

Las consecuencias del punto de partida orteguiano son de gran (y devastador) alcance. Las podemos observar en Muguerza, discípulo indirecto de Ortega a través de Zubiri y Aranguren, pues, comentando las propuestas de Apel en relación con la constitución de un diálogo intersubjetivo, apunta que “ello supone, por lo pronto, la posibilidad de un ejercicio diálogico, más que monológico, de la racionalidad. Y de ello se seguiría, a continuación, la necesidad de que el consenso resultante fuera acreedor al calificativo de racional. En cuanto a lo primero, la cosa no plantea grandes problemas, pues la razón pudiera muy bien ser razón dialógica… Pero, en cuanto a lo segundo, la problematicidad podría subir de tono. Para empezar, ni tan siquiera está muy claro que de un tal diálogo haya de resultar ningún consenso… Pues, supuesto que el diálogo abocara a un consenso, tampoco está muy claro qué es lo que haría de tal consenso un consenso racional” (Desde la perplejidad, pág. 125) . Ciertamente, si cada hombre es una isla en su vivir, si vive en absoluta soledad ontológica y cualquier apertura al otro es alteración, pérdida de su sutantividad, cualquier diálogo es imposible, salvo el consabido diálogo “de besugos”, irracional. Espero que se disculpe esta larga cita de Muguerza, pero creo que es importante para poner de manifiesto, desde este mismo momento, las implicaciones políticas de la noción orteguiana de hombre: cortar de raíz la posibilidad de alcanzar acuerdos dialogados y, aunque se alcanzasen, cada uno retendrá el privilegio de no sentirse vinculado por el acuerdo, reclamando para sí, como un absoluto, el imperativo ético de la desobediencia, imperativo autista que no declinará ante ningún otro tribunal que el de cada uno mismo y su conciencia (aunque no se sepa conciencia de qué).

Por eso son vacuas las alusiones de Ortega a la responsabilidad: “no tenemos más remedio que elegir y, por tanto, ejercitar nuestra libertad… cruelmente entregados a nuestra iniciativa e inspiración; por tanto a nuestra responsabilidad”; pero responsabilidad, ¿ante quién? Sólo puede el hombre orteguiano, radicalmente ensimismado, responder ante sí mismo, y eso no es responsabilidad ninguna. Pues siempre se responde ante alguien, ante otro que tiene derecho a esa respuesta, lo que, evidentemente, no reconoce Ortega al “alter” frente al yo que es por tanto intrínsecamente irresponsable.

Ciertamente Ortega no apura sus primeros principios radicales, incurriendo así en aporías: “en ese mundo, contorno o circunstancia es donde necesitamos buscar una realidad que con todo rigor, diferenciándose de todas las demás, podamos y debamos llamar «social»”; pero en seguida afirma que “lo que compone, llena e integra el mundo donde al nacer el hombre se encuentra, no tiene por sí condición independiente, no tiene ser propio, no es nada en sí- sino que es sólo un algo para o un algo en contra de nuestros fines”, las cosas no son tales, sino “importancias”, con lo que su ser no es sino en tanto a mí me importa: “en un mundo de cosas no tenemos ninguna intervención: él y todo él es por sí. En cambio, en un mundo de asuntos o importancias, todo consiste exclusivamente en su referencia a nosotros”. Si el único límite al vacío vivir que es el yo ensimismado son las cosas, el mundo, la circunstancia o contorno que delimita al yo, y si, a su vez, ese contorno o límite lo fijo yo subjetivamente, porque sólo es cuanto a mí me importa, el mundo define al yo y el yo al mundo, y ambas cosas se definirían incluyendo en la definición lo definido, manifiesto error lógico, círculo vicioso del que es difícil escapar. Vuelve a enredarse Ortega en lo mismo en el capítulo III: “lo incuestionable es que esas cosas están ahí, nos rodean, nos envuelven y que tenemos que existir entre ellas, con ellas, a pesar de ellas”, para contradecirse a continuación: “pues al llamarlas «cosas» y decir están ahí en nuestro derredor subentendemos que no tienen que ver con nosotros, que por sí y primariamente son con independencia de nosotros y que si nosotros no existiésemos ellas seguirían lo mismo. Ahora bien, esto es ya más o menos suposición. La verdad primera y firme es ésta: todas esas figuras… son todo eso refiriéndose a nosotros y para nosotros, en forma activa”; contradictoria condición de las cosas, a la vez entidades que nos circundan y contornean y entidades que carecen de ser en sí, y sólo son para nosotros.

NOTA: Comete un error Ortega en el capítulo III al hablar de que “el calendario de Egipto se basa en los cambios milenarios de Sirio”, prueba, según él, de que los movimientos de los astros rigen el tiempo humano, mediante cambios “útiles pero triviales” a través de los cuales el cielo nos señala “la existencia gigante del Universo, de sus leyes, de sus profundidades y la ausente presencia de alguien…” Todo muy poético, pero muy falso, pues en el calendario egipcio hay justo lo contrario, pura “alteridad”, economía y relaciones sociales. Los profesores Solís y Sellés, en su libro de Historia de la Ciencia aclaran este punto, al explicar, en las páginas 52 y 53 cómo los egipcios descubrieron que la crecida del Nilo era precedida por el orto helíaco de Sirio (Sothis) que era, por tanto, visto como un anuncio de la crecida, aunque es un hecho natural, pues la crecida del río tiene lugar más o menos por las mismas fechas del año, al depender de las lluvias tropicales que se producen con regularidad estacional. Dada la importancia que para la economía y la vida social de Egipto tenía la crecida del Nilo, ajustaban el calendario solar al ciclo del orto helíaco de Sothis; “el aproximadamente cuarto de día que falta [a los 365 días de un año] hacía que el orto se retrasase de forma paulatina (un día cada cuatro años), tardando 4x365= 1.460 años en coincidir de nuevo el comienzo del año natural y el civil”; posiblemente ese periodo de 1.460 años es el que Ortega considera como “cambios milenarios de Sirio”, de forma un tanto mística (se puede consultar “calendario egipcio” en la wikipedia, donde se explica la cuestión con más detalle). Pero ahí no hay misticismo alguno, sino “uso social” me parece a mí, necesidad social de ajustar dos ciclos inconmensurables, el periodo de rotación de la Tierra y su periodo de traslación alrededor del Sol.
Bin ich doch kein Philosophieprofessor, der nöthig hätte, vor dem Unverstande des andern Bücklinge zu machen.
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Jesús M. Morote
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Última Edición: 02 Dic 2010 10:19 por Nolano.
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Re: El hombre y la gente (III) 22 Nov 2010 23:00 #314

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No interpreto de forma tan pesimista como tú las “terribles” consecuencias del pensamiento de Ortega. Su postura se escora ciertamente hacia una antropología hobessiana – el hombre se relaciona con otros en “lucha”, aunque quiera restar a esta idea toda negatividad, tratando de hacerla inocua. Pero está claro que la inocencia terminológica ya sólo es posible con neologismos, y ni siquiera con éstos, pues para explicarlos nos seguimos refiriendo a términos anteriores y ya compartidos. Tal es un ejemplo muy vivo de los usos que se da en el lenguaje. Volviendo a Ortega, su planteamiento que responde razonablemente a la altura de los tiempos en que se incardina.

Yo también creo que Ortega ciertamente alude críticamente a la noción de existencia en Sartre. Pero creo que lo hace más por diferenciarse terminológicamente que por discrepar en la cuestión de fondo. El hombre es existencia pero no esencia en Sartre, contrasta con la corriente de la que Ortega se siente heredero y que cree que el hombre es vida radical (Dilthey, entre otros). Por eso dice que el hombre no existe, sino que vive. Sin embargo, creo que debemos advertir que Ortega coincide con Sartre y con el existencialismo del siglo XX en varios aspectos. Entre otros, ese “inanismo” del que hablas: para Ortega la vida se construye, viene vacía, y por tanto uno es – asiendo debidamente su racionalidad, sin deshumanizarse – radicalmente libre. En mi lectura de estos capítulos y siguientes reflexionaba yo sobre esto mismo, antes de que tú introdujeras la cuestión. Y es que son varios los comentarios en los que Ortega confluye con el existencialismo francés, emblemáticamente con el de Sartre, y me pregunto hasta qué punto uno antecede al otro, o proceden de un mismo tronco común. Así por ejemplo, Ortega insistirá en la “radical soledad” en que consiste la vida humana, siendo los otros radicalmente ajenos a ella, pues ésta resulta intransferible, conforme a la aislada subjetividad del existencialismo que explícitamente reconoce estar incardinado en el aislado cogito cartesiano. Al fin y al cabo, “el infierno son los otros” es una de las sentencias más famosas de Sartre. También el existencialismo de Camus descansa sobre las nociones capitales del absurdo y el ser extranjero, ésta última fácilmente correspondida con la opinión de que, amén de esta radical soledad, de estar siempre fuera del mundo, Ortega considere que somos “radicalmente forasteros” (Capítulo IV). O por ejemplo, Ortega insistirá en el capítulo III, a modo de resumen de lo dicho en el II, que “somos forzosamente libres” parafraseando la famosa sentencia sartriana de que “el hombre está condenado a ser libre”. Ahora bien, si para Sartre decir “el infierno son los otros” no le impide evolucionar hacia las últimas posturas marxistas con las que se alineó, para Ortega esta radical soledad no es óbice para constatar, en varias ocasiones, que ansiamos salir de esta radical soledad en busca de vidas compañeras, de con-vivencia, de relación interindividual.

Que frente a una ingenua relación social, a un colectivismo totalitario y disolvente, Ortega subraye una y otra vez la radical subjetividad – distanciándose explícitamente, una y otra vez, del solipsismo como hemos hablado en otro hilo – es muestra del contexto ante el que está respondiendo. El propio Sartre dice explícitamente asentarse en la tradición cartesiana (El existencialismo es un humanismo) fundamentando así una postura contraria a la que se deja llevar por las creencias de otros, en tablas de valores dadas, o en los usos, resultando esta postura gravemente inauténtica, una postura de mala fe, que no asimila que sólo uno mismo puede finalmente construir su propio criterio en una radical libertad. La disolución de la individualidad en pleno siglo XX, urge a Sartre y urge a Ortega. “En el plano decisivo – nótese que digo en el plano decisivo – nadie puede echarme una mano”. El “nótese…” quiere moderar cualquier interpretación un tanto sesgada, como creo que tú haces, del aislamiento de la radical soledad. En última instancia, en el foro interno de mi pensamiento, de mi decisión y de mi acción, actuaré yo, estaré solo, no podré disculparme en que me han dicho, me han hecho creer, he obedecido, “se hace”, “se dice”, “se piensa”. Pero hasta ese “momento decisivo”, se da el intermedio, el de las sugerencias, el del diálogo, el de la inevitable herencia histórica imbricada en mi reflexión, el de la apertura a los otros, el del intercambio de perspectivas. Todo ello vuelve a redundar en esta radical libertad y por tanto responsabilidad de mi acción. Aunque es cierto que Ortega no parece tratar explícitamente la angst a la que, desde Kierkegaard, conduce esta radical soledad, parece que el problema iría inherente a su postura.

Como nos encontrábamos con Aristóteles en el otro hilo – y por eso lo rescaté de tu orillada postdata – ocurre de forma similar con Descartes. Ortega cree que la consecuencia de Descartes – no necesaria consecuencia, implícita en su pensamiento e intención, sino en las consecuencias interpretativas de su pensamiento – trae que el hombre se quede sin mundo. (Si no las has hecho ya “Qué es filosofía” o “El problema de nuestro tiempo” son lecturas interesantes a este respecto). Precisamente “el cogito cartesiano no tendría lugar si no hubiera algo que se piensa” es el argumento de Ortega para superar esta degeneración del racionalismo solipsista. La inevitable y admitida transitividad del cogito en Descartes no parece manifestada explícitamente en sus meditaciones, y cabría un interesante análisis sobre hasta qué punto son culpables quienes así degeneraron su pensamiento.

En cuanto al eco de Ortega, efectivamente creo que las consecuencias que lees en Muguerza son ciertas. Y personalmente, no acabo de discrepar con ellas. Sí creo que en todo ejercicio de diálogo existe una distancia insondable, inevitable, última, que nos hace mutuamente incomprensibles al completo. Nuestros mismos debates, por no ir más lejos, lo muestran. Rara vez llegamos a un consenso. Exponemos racionalmente nuestros argumentos y dibujamos con difusa perífrasis la rigurosidad de la ecuación. Disfrazando las razones con el lenguaje, inevitable, nos volvemos imprecisos, subrayamos más unas cuestiones que otras, las que desde nuestra perspectiva se ven más claras, o nos convienen más, o sentimos como más urgentes. Y discrepamos. Inevitablemente. Otra cuestión es que el consenso sea posible, cosa a la que creo que el propio Muguerza se abre: un consenso parcial, suficiente, que no es que pueda saltarse amén del imperativo de la disidencia, sino que precisamente lo fundamenta. Un consenso posible, parcial, encaminado. No creo que Ortega cortara “de raíz la posibilidad de alcanzar acuerdos dialogados” sino que constató que, partiendo de la inevitable perspectiva de cada uno – lo cual lima muchos dogmatismos, otra vez, resucitados en el siglo XX –, resulta complejo y siempre parcial alcanzarlos. Esto, que nos conduciría a renunciar a una comprensión de la verdad entre todas las perspectivas, contrasta sin embargo con cierto optimismo orteguiano que, al estilo de Leibniz, abriga un perspectivismo integral, cuya suma de perspectivas resultaría en la perspectiva “a divinis”, propia de la divinidad, que contempla la verdad completa. Un diálogo, en este sentido, es posible y constructivo.

Efectivamente, te concedo, que la responsabilidad a la que parecemos estar llamados resulta ser un tanto una incógnita en Ortega. Falta aquí esa ética que demandara Aranguren. Sólo caben especulaciones, algunas de las cuales creo que no necesariamente caerían en la aporía. Desde mi perspectiva puedo equivocarme, puedo creer algo como correcto, y así haberlo asimilado en la construcción de mi vida, que no lo es. Y ello me lo muestra racionalmente el intercambio de perspectivas con el otro. Esta razón compartida acaba resultando ser tribunal ante el que responder, pero sólo en la medida en que efectivamente la comparto, interiorizo pensando, queriendo y entendiendo la norma. Si no, es mero uso que ni pienso, ni quiero, ni entiendo – los tres vértices a los que alude Ortega. Si no lo entiendo, no puedo descubrir su racionalidad, ni por tanto quererlo ni pensarlo al ejecutarlo, y la radical responsabilidad que podría exigírseme se diluye en mi deshumanizarme, pues el pez y el tigre matan y no son culpables.

Dices que Ortega no apura sus principios y cae en aporías. Y ciertamente creo que ello se debe a la compleja tensión en la que se asienta la vida radical, el yo-en-el-mundo indisoluble, en permanente referencia a los grandes bloques entre los que Ortega se siente. En cuanto parece haber hecho un guiño a cualquiera de ellos, precisa matizar la distancia, la distinción. Y por eso encuentras discrepancias. Afirmar que las cosas no son en sí, sino para nosotros, es un ejemplo de ello. Ortega considera que al nombrar a las “cosas” como tales consolidamos lo que él considera el realismo de Aristóteles, que contempla al hombre como una cosa más entre las cosas. En cambio, y sin caer en el idealismo solipsista que le achaca a Descartes, él habla de las cosas del mundo como “prâgmata”, como ser-a-la-mano que diría Heidegger: es decir, que todo en la circunstancia, como tal, nos circunda y se halla ahí comprendido por nosotros como quehacer, como posibilidad u obstáculo, siempre en referencia a nuestro ser. En realidad, al margen de influencias más directas de la fenomenología, creo advertir aquí el trasfondo neokantiano en el que se formó Ortega, pues el giro copernicano de Kant – que bien hubiera podido llamarse ptolemaico – precisamente vuelve a situar al hombre en el centro, imponiendo con sus categorías la perspectiva desde la que interpreta al mundo como fenómeno que se le manifiesta. Con esto, el hombre no resulta una entidad necesariamente principal y menos única, sino que se evidencia la centralidad con la que necesariamente contemplamos nuestra vida en el mundo, y que hace al espacio inhomogéneo. Efectivamente dirá Ortega en el capítulo III que por “com-presencia” y “habitualidad” – costumbre lo había llamado Hume –, consideraremos – supondremos – que existe un mundo ahí, en sí, al margen de nuestra perspectiva actual. Pero sólo lo podremos sostener por hábito, recuerdo, por adquisición y experiencia de ese mundo en derredor en el escenario de nuestra vida – el teatro, como gusta Ortega en hacer metáfora.

Al leerlo, yo también he sentido en algunos momentos estas contradicciones, pareciéndome que en ocasiones subraya en exceso la centralidad de la subjetividad, como si alguna enfermedad lo aquejara hacia el solipsismo de Matrix. A estos excesos me venía a la mente precisamente la crítica de Heidegger sobre la Gestell tras de la técnica, el “enmarcado” que imprimimos a la realidad, como si los seres fueran por algún extraño derecho primigenio nuestros prâgmata. Pero creo que en este caso Ortega está enfatizando el carácter epistemológico de esta vida perspectiva, que así vive las realidades que le circundan, como importancias, y que sólo después comienza a reflexionar sobre si pueden existir por sí mismas, como suposición – muy plausible, muy creíble, pero al fin y al cabo una suposición – al margen de esta primera e inevitable aproximación. Pero de ahí no entiendo, como haces tú que “ese contorno o límite lo fijo yo subjetivamente”, porque las importancias no descansan en mi voluntad. Simplemente me importan más unas cosas que otras, por la centralidad en la que me muevo en mi vida y el discurrir de la misma. La circunstancia o mundo propio me viene dado. No encuentro tal aporía, pues que las cosas sean en sí y sean para nosotros no son una contradicción sino un sentido diferente con el que describirlas: son en sí porque me vienen dadas en mi vida y porque supongo que además seguirían al margen de mi vida; son para mí porque al encontrarme con ellas me encuentro comprendiéndolas y ubicándolas con referencia a mí, según su conveniencia o contrariedad, su darse en mi vida. El otro día, en otro hilo, tú mismo jugabas con estas realidades ambivalentes sin caer por ello en la contradicción: “en cada sitio he seguido siendo el mismo y en cada sitio, a su vez, era diferente”. Y tenía todo su sentido.

P.D.: Interesante tu aportación y crítica sobre el calendario egipcio. El lirismo superó aquí al realismo de Ortega, cosa que por otro lado me sorprende, porque nunca he tenido claro que Ortega tuviera fe, y que el pensamiento de Ortega en cristiano sólo se dio en Zubiri y Marías.
Javier Jurado
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Re: El hombre y la gente (III) 30 Nov 2010 10:38 #425

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Tienes mucha razón al referirte a la conexión entre Sartre y Ortega; los dos estudiaron en Alemania con Husserl y Heidegger. De hecho, si recuerdas el hilo que abrí el verano pasado sobre “La náusea”, los dos textos de esta obra que cité entonces parecen escritos pensando en esos “usos” orteguianos que se imponen al individuo por la sociedad. Pero es increíble la distancia que llega a separar a dos filósofos que parten de un tronco común. La gran diferencia entre Sartre y Ortega radica, me parece a mí, en la responsabilidad. Por mucha reiteración que emplee Ortega en la responsabilidad del yo, eso, como me has concedido en tus mensajes, es puro fuego de artificio, pues mientras no haya algo o alguien que tenga derecho a exigirme la responsabilidad, yo no respondo realmente ante nadie. Es verdad que la responsabilidad sartreana, en el contexto de su hombre existencial pero inesencial, no acaba de encajar muy bien y presenta cierta incongruencia, como se encarga de poner en evidencia Carlos Gómez en su comentario de la introducción de su “Doce textos”; pero no se puede negar que es un elemento crucial en la estructura de la ética sartreana, pues sin esa responsabilidad desaparecería la angustia y el desamparo propios de la condición humana. Es ese compromiso con los otros lo que separa a Sartre de Ortega, como también a Camus, a quien te refieres, pues, si la memoria no me falla después de tantos años que hace que las leí, aunque en “El extranjero” no es tan evidente, en “La peste” todo gira sobre el absurdo del mal en el mundo y la angustia que ese absurdo sufrimiento del otro provoca en un yo conmiserativo y, por tanto, no ensimismado. Ortega ve al otro como peligroso y potencialmente dañino para el yo (lo veremos con más detalle en capítulos posteriores). Camus en “El extranjero”, por el contrario, muestra a un yo dañino o peligroso para el otro; esa simpatía y conmiseración hacia el otro está en los antípodas de Ortega. (Para no hablar de que Ortega, a diferencia de Sartre, nunca hubiera convivido con Simone de Beauvoir, dada su pésima opinión sobre esta intelectual francesa).

Sobre la posibilidad de acuerdos dialogados, el problema real está en que hay multitud de cosas sobre las que necesitamos una decisión, que no puede depender de la buena voluntad de las partes dialogantes. Pues si discutimos sobre si el tipo superior de gravamen del IRPF debería ser del 30% o del 55%, posiblemente no nos pongamos de acuerdo, pero lo cierto es que para que funcione el Estado (especialmente el del Bienestar) hay que poner un tipo de gravamen; o seguramente no nos pondremos de acuerdo sobre si el salario mínimo interprofesional debe ser de 500 o de 1.000 euros; pero hay que establecer uno. Y no podemos conceder al individuo la facultad (imperativo ético a la desobediencia al Derecho, lo llama eufemísticamente Muguerza) de decidir cuántos impuestos paga (al menos mientras estemos a gusto en nuestro sistema y no nos dediquemos a hacer la revolución). En todos esos y tantos otros ámbitos de la vida social no podemos depender de que nos pongamos o no de acuerdo todos dialogando, porque seguramente no nos pondremos; y Ortega y Muguerza parecen invocar el derecho a cumplir lo que les dé la gana y a saltarse a la torera lo que no les convenga o les convenza, apelando al sagrado deber que les impone “la conciencia”, a la que no reconocen límite alguno. Yo creo que no hay diálogo serio si las partes que dialogan no aceptan tácitamente someterse a una ley de conformación de la voluntad colectiva aunque el acuerdo sea contrario a su opinión o a sus convicciones; lo contrario es mala fe dialogal. Volveremos sobre todo esto en los últimos capítulos.

Sobre las “importancias”, dices que “no descansan en mi voluntad”. Debemos tener distinto uso lingüístico de “importancia”. En principio, se trata de la cualidad de importante. Pero como sustantivo concreto (no abstracta cualidad), que es como lo usa Ortega, hace referencia al sujeto a quien le importa: “eso me importa mucho”, “le das demasiada importancia”, etc. Sin embargo, “importante” tiene un cariz objetivo; “fulano es muy importante” o “esa parte del tema es muy importante” aluden a que fulano o esa parte del tema importan en sí mismas, con independencia del sujeto importado por ellos. Por eso creo que Ortega habla de cosas que son “importancias” y no de cosas que son “importantes”; así remite la importancia al sujeto y no al objeto. Así es como he utilizado yo siempre esas palabras al hablar, y como interpreto que las usa Ortega.
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Jesús M. Morote
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Re: El hombre y la gente (III) 01 Dic 2010 00:51 #429

  • Kierkegaard
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A pesar de concederme la conexión entre Sartre y Ortega, me dices que la distancia entre ambos es “increíble”, y que reside en la cuestión de la responsabilidad. Creo en primer lugar que los parecidos y paralelismos que he argumentado no son nada desdeñables, como me concedes, lo que impediría una distancia tal; y en segundo lugar, creo no haberte “concedido” en mis mensajes la gravedad que le atribuyes a la carencia de Ortega sobre pronunciarse explícitamente en torno a la responsabilidad. Como dije en mi anterior punto, creo que es más bien una incógnita, acreedora de la ética que nunca escribió; pero por los indicios que he podido leer en esta misma obra y en otras, dudo que Ortega no planeara articular una justificación a partir de su sistema de la responsabilidad (y co-responsabilidad, que no es lo mismo) que pueda cabernos y sobre la que seguramente meditó. Yo mismo hacía un ejercicio un tanto especulativo pero no descabellado a partir de su perspectivismo. Las carencias de fundamentación de Ortega pueden ser más notorias que las de Sartre, pero yo creo que no son increíblemente distantes. Aduces que es “ese compromiso con los otros lo que separa a Sartre de Ortega”. Sin embargo, por un lado, en varias ocasiones Ortega matiza esa radical soledad, como por ejemplo en su perífrasis introductoria sobre la nueva lingüística (capítulo XI) en torno al amor entre dos individuos, y sobre la que acaba recordando que desde el comienzo de la lección ha manifestado que “es el amor el ensayo de canjear dos soledades, de entremezclar dos recónditas intimidades, lo cual, logrado, sería como dos venas fluviales que entremezclasen sus aguas, o dos llamas que se funden”. ¿Podría lograrse romper esa íntima soledad? Yo creo que no, y creo que Ortega se permite aquí el lujo de resultar nuevamente ambigüo al decir “logrado”, pues amén de su radical soledad – que en última instancia creo que en él prevalecería – hay parte de nosotros que incluso no somos capaces jamás de transmitir. ¿Podría “entremezclarse”? Creo que Ortega reconoce esta resistencia al sino de la radical soledad, y en varias ocasiones refleja esta aspiración humana, este acercamiento que acaba comprometiéndonos con los otros. Por otro lado, como he referido, sólo para el último Sartre se da ese auténtico viraje hacia el compromiso con los otros con su acercamiento al pensamiento marxista, pues en el primer Sartre, la responsabilidad es radical para con uno mismo, único autor de su conducta, único autor de los valores con los que regirse, desamparo completo y angustioso; pero no existe fundamentación posible ni auténtico compromiso con los otros, co-responsabilidad, porque el infierno son los otros, porque sólo el yo es no-ser, pura existencia, mientras que todo lo demás, y los demás, son entes para el cogito como en resumidas cuentas recoge “El ser y la nada” y como en gran medida la radical soledad de Ortega se plantea y tú le achacas.

Por otra parte, como los acuerdos dialogados son tan difíciles, precisamente el criterio democrático recurre a las mayorías para ser operativos, puesto que la realidad nos urge a actuar y a decidir, sin poder extender las discusiones ad eternum. Pero ello no obliga a que alcance la verdad. Todo cuanto dices resulta discutible. Podríamos discutir e inventar un Estado del Bienestar que no funcionase con un gravamen como el IRPF (¿acaso sin gravamen, con una educación tan férrea que estimulara la donación voluntaria para el bien común?), o podríamos discutir sobre la necesidad de establecer un salario mínimo interprofesional (en contra de lo cual estaría más de un neoliberal). Quizá convengamos en que no podemos conceder al individuo la facultad de decidir cuántos impuestos paga en términos de disidencia con respecto al resto (aunque en esa utopía que dibujaba yo, sí se podría); pero el individuo sí “tiene” la facultad de decidir junto a otros cuántos impuestos paga, en discusiones representativas parlamentarias – en una democracia ideal, por supuesto. En balancear cuestiones cómo la de los impuestos es como todavía se pronuncian las diferentes políticas económicas, más protectora de la prestación social o más protectora del desarrollo empresarial. El diálogo orientado a la praxis efectivamente no puede tomarse en serio si no se rige por este criterio democrático de someterse a la voluntad colectiva. Pero parece incuestionable, como reconocen incluso los ateos o los más liberales, que existen unos principios pre-democráticos, como el de la vida, la dignidad o la libertad humana, que no cabe destruir en la praxis tras un diálogo parlamentario. La constitución del Estado democrático procede precisamente de la consolidación de estos principios previos como reglas del juego democrático. Para estos principios existen también convicciones, y en algunos casos contradictorias, pero las sociedades al final tratan de reducir éstos al mínimo imprescindible y se apoyan para ello tanto en su raigambre cultural como en la discusión racional histórica, con objeto de consensuar más fácilmente estos principios sobre los que asentar la democracia. Pero el diálogo democrático, el orientado a la praxis, no alcanza después necesariamente la verdad, puede por tanto equivocarse – Hitler mediante – y precisamente cuando lo que se traspasan son estos principios pre-democráticos, el individuo, que siempre ha de obrar en conciencia, puede acabar en medio de un conflicto moral de anteponer a su convicción democrática de sustraerse a lo que diga la mayoría, una convicción mayor que es el de luchar contra las acciones que atacan los principios que fundamentan a esa misma convicción democrática. Por ahí va la argumentación del imperativo a la disidencia de Muguerza, como bien sabes. Y vaya, sin embargo, que entiendo en cualquier caso lo problemático de la cuestión, pues si en un extremo tú encuentras que estos señores podrían, con esa excusa, saltarse a la torera pagar impuestos, amén a un principio pre-democrático de propiedad privada intocable, en el otro extremo yo encuentro otros señores, sofistas y demagogos, que tuercen la verdad a manos de una manipulada voluntad colectiva que acaba, cuestionando todo a su antojo, en el relativismo puro, en el que por ejemplo la explotación sexual, mayoría mediante, fuera lícita. Tema denso sobre el que, como dices, si quieres, volvemos más adelante.

En cuanto a la cuestión de las importancias, no creo que le demos un uso lingüístico distinto. Creo que he entendido bien el uso que le da Ortega, y veo, sin embargo, que lo que aquí acontece en torno a esta palabra es precisamente el núcleo de la discusión que sosteníamos más allá de ella: que vuelve otra vez a abrirse ante nosotros el problema epistemológico sobre la verdad, nuestro conocimiento de ella, la objetividad posible y el perspectivismo. ¿La realidad impregna mis sentidos pasivos, tábula rasa, y la importancia es siempre objetiva – realismo aristotélico en Ortega? ¿La realidad es pura idea mía, construcción encerrada en mí y la importancia algo meramente subjetivo fijado a mi voluntad – solipsismo cartesiano en Ortega? ¿O se da una simultánea realidad que se nos escapa, en la que la realidad en sí se me manifiesta a la par que impongo yo, giro copernicano kantiano, mis categorías a la impresión sensible poniendo algo de mí, por tanto, para conformar el fenómeno? Tú hablas de importancias en sí y de importancias para el sujeto, polos indisolubles en Ortega. Todas me parece que son para Ortega importancias perspectivistas, ancladas en la vida radical, y que en grado mayor o menor proceden simultáneamente y sin contradicción de la realidad y de nuestra imposición. En este sentido, yo refutaba tu afirmación de ese “círculo vicioso del que es difícil escapar” y lo transformaba en una afirmación doble y simultánea, la de la importancia que efectivamente puede verse condicionada por mi deseo, por mi imposición – nunca fijada por una límpida voluntad inexistente – y la de la importancia que nos viene dada en nuestra condición, en nuestro apetito, en nuestra experiencia, en nuestra educación, en nuestro mundo, en nuestra circunstancia ajena a nuestra voluntad.
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Re: El hombre y la gente (III) 01 Dic 2010 13:43 #436

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Sobre Sartre y Ortega: precisamente lo increíble es que, procediendo de un tronco filosófico común, sean, en el fondo, tan distantes; creo que eso quedaba claro en mi mensaje. No es el momento de entrar ahora en un debate sobre las etapas del pensamiento de Sartre, pero lo cierto es que ya en “La náusea” (1938), anterior a “El ser y la nada” (1943), aparece esa conmiseración hacia las víctimas y desahuciados del mundo que yo no veo en Ortega por ningún lado, sino que más bien parece despreciarlos como hombres-masa. No sé si es un prejuicio o una falsa impresión, pero yo no me imagino a Ortega tratando con gentuza como el autodidacta, homosexual pederasta, pero me lo puedo imaginar perfectamente subido en su marmóreo pedestal, como el Impétraz de bronce de la novela, impartiendo doctrina a diestro y siniestro (me remito a mis mensajes en el hilo sobre “La náusea”). Como no me imagino a Ortega conviviendo con una Simone de Beauvoir, pionera del feminismo, que es la antítesis de su mujer-florero (lo que Ortega, eufemísticamente, llama “un género literario o una tradición artística”, o sea, un adorno del varón, vamos). Para una postura filosófica en la que, al parecer, lo fundamental del hombre es su “vida”, la trayectoria vital del filósofo no parece irrelevante; y las de Sartre y Ortega me parece que fueron bastante divergentes.

Amor y soledad: tu cita del capítulo XI no es muy pertinente para lo que estamos tratando en este momento. Si te fijas en el contexto de tu cita y comienzas a leer el capítulo XI desde el principio, verás que habla Ortega no del “amor entre dos individuos” como vagamente dices tú, sino que realmente de lo que habla es del amor entre el hombre y la mujer: el “de la madre y el hijo” (la mujer en su función de mater) y “del hombre y la mujer que se aman" (la mujer en su función de meretrix). Yo me refería, siguiendo el planteamiento del propio Ortega, a la relación inter pares, a la relación con el Otro-Otro, el Otro de verdad, el Otro varón. No a la relación de subordinación que se pueda establecer entre el hombre (varón) y esa “forma de humanidad inferior a la varonil” (Ortega dixit en el capítulo VI) que es la mujer. A mí me parece que Ortega sólo entiende el amor con un inferior, lo que hace posible una entrega confiada que no puede permitirse con un igual y, por ello, potencial amenaza que despierta su recelo.
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Re: El hombre y la gente (III) 01 Dic 2010 16:36 #437

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Discrepo contigo en que Ortega considere que el amor es una relación siempre con un inferior. Y no descontextualizo mi cita, pues para hacerla pertinente, si lo prefieres, me remito al ya tratado capítulo II sobre la vida personal, en el que Ortega manifestaba esta emergencia constante, este ansia por canjear soledades, uno de cuyos grandes intentos es la amistad (y entiendo que con la misoginia que ciertamente le achacas, no creerás que se refiere a la amistad entre un hombre y una mujer): "Desde ese fondo de soledad radical que es, sin remedio, nuestra vida, emergemos constantemente en un ansia, no menos radical, de compañía. Quisiéramos hallar aquel [y no aquella] cuya vida se fundiese íntegramente, se interpenetrase con la nuestra. Para ello hacemos los más varios intentos. Uno es la amistad. Pero el supremo entre ellos es lo que llamamos amor. El auténtico amor no es sino el intento de canjear dos soledades."

¿Acaso la expresión "canjear dos soledades" muestra el más mínimo grado de asimetría? ¿De verdad crees que cuando Ortega alude al amor maternal no podría hacerlo también con el amor paternal? ¿Acaso el amor maternal no podría ser para con una hija?

He compartido contigo la crítica a la misoginia de Ortega. Pero de ahí a hacer la lectura que haces... Me parece que tu interpretación es un tanto sesgada.
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Re: El hombre y la gente (III) 02 Dic 2010 09:20 #444

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No niego que mi interpretación de la misoginia de Ortega pueda ser “sesgada”, pero por lo menos es una interpretación, que intenta dar una coherencia a lo que Ortega dice. Sin embargo, no acabo de entender la tuya (“no ligo su misoginia a su pensamiento filosófico, sino a una concepción reaccionaria frente a los movimientos feministas”, decías a este respecto) y no sé en qué nivel de la psique de Ortega pretendes moverte al afirmar que Ortega reacciona frente a los movimientos feministas. Y espero que no sea algo del subconsciente, pues renuncio a psicoanalizar a Ortega o a discutir sobre sus problemas psicológicos, y me limito a buscar una razón filosófica a lo que dice.

Y sí, realmente creo que cuando Ortega habla del amor entre "madre e hijo" efectivamente habla del amor entre madre e hijo y no entre padre e hijo, o madre e hija. No veo motivo alguno para creer otra cosa. Pues si "padre" puede ser un término general que engloba a ambos progenitores (como cuando decimos "los padres"), "madre" yo nunca lo he visto utilizado para designar al padre (progenitor varón).
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Re: El hombre y la gente (III) 02 Dic 2010 09:47 #445

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A mí me parece que rara es la persona que alberga en todos sus comportamientos y posturas una coherencia extremo a extremo. Esta falta de fisuras que le presupones a Ortega, supone hacer de él, como tú le reclamas sobre el progresista, un muñeco de paja fácil de refutar. No apelo a subterfugios psicológicos. Para mí, creo que es una interpretación válida considerar que a Ortega, al margen de sus planteamientos filosóficos - que por otro lado, no veo por dónde los habría de contradecir - le venían un tanto grandes e inestabilizadores los planteamientos feministas. Él, que reclama el ritornare a suelo seguro, bien podía sentirse desestabilizado con esa igualdad que demandaban las féminas de su tiempo y frente a la cual reaccionaba, intentando ligar la soledad radical con la suposición que hacemos de la vida radical de los demás, y que según él no tiene por qué ser igual en el hombre que en la mujer. De ahí a sostener la inferioridad de la mujer apelando a su debilidad es andar mucho más allá de las razones filosóficas, y adentrarse en un terreno de justificación de su percepción subjetiva de cualquier movimiento feminista. Esta opción me parece bastante más plausible que intuir - un tanto psicológicamente, porque no hay razón filosófica manifiesta - que tras del amor al otro Ortega sólo entiende relación con un inferior, y en él incardina su misoginia - tal y como he mostrado con mis aportaciones.

En esta línea, es cierto que Ortega habla específicamente del amor de madre e hijo. Puede ser que esté excluyendo al padre al hablar de las relaciones "más superlativamente humanas", porque, como incluso muchas feministas reconocen, el vínculo entre la madre y el recién nacido no sabe de igualdades y es diferente a cualquiera que pueda tener el padre con el hijo. Pero no creo tanto que esté excluyendo a una hija cuando dice "hijo", término que sí se emplea, como tú adviertes con el de "padre", para referirse tanto a un hijo como a una hija.

En cualquier caso, estrujar esta precisión lingüística de Ortega como si la tuviera milimétricamente pensada - cuando por otro lado hemos ya constatado su imprecisión en otras ocasiones - creo que puede acabar resultando, si me lo permites, un tanto "paranoide", o "conspirativa": no creo que se dé en él esta voluntad de reducir el amor a una relación de inferioridad. Ortega, como el propio texto manifiesta y yo mismo he citado, habla en numerosas ocasiones de "los amantes", "ambos participantes", "dos soledades", "dos recónditas intimidades"... o de la "amistad" con un grado de simetría que, para mí, no sólo cuestiona tu interpretación, sino que incluso atempera su misoginia que arrastra, en mi opinión, a pesar de la claridad de algunas de sus ideas.
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Re: El hombre y la gente (III) 02 Dic 2010 10:34 #449

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En la discusión precedente sobre las similitudes y las diferencias entre Ortega y Sartre, me había quedado en el difuso nivel del diferente “talante” de ambos, visión que pecaba, no obstante, de poco rigurosa. Voy a proponer, pues, un planteamiento más formal de lo que creo que separa a ambos filósofos.

Por no irnos más allá de lo imprescindible, parto de Kant, como culmen de la Ilustración, de la modernidad. Kant distinguió, dentro de la razón, dos ámbitos separados por su objeto: la razón especulativa y la razón práctica. El objeto de la razón especulativa es el mundo de los fenómenos; este mundo fenoménico está regido por la ley de la causalidad. Sin embargo, no podemos conocer más que las manifestaciones sensibles de las cosas (fenómenos), y nada podemos afirmar de las cosas en sí (noúmenos). No es que la cosa en sí no tenga realidad, según Kant, pero es incognoscible, por lo que resulta inútil y superfluo pretender llegar a ella, ya que está totalmente fuera de nuestro alcance y es irrelevante para el hombre.

El objeto de la razón práctica, sin embargo, es la propia razón pensante, el propio sujeto cogitante en un acto reflexivo de autoconciencia, por lo que su objeto no es fenoménico (el soporte sensible material del sujeto), sino nouménico (la propia razón), de forma que el yo pensante escapa de las cadenas fenoménicas de la causalidad, y se rige por un principio totalmente diferente: el de la libertad del sujeto racional. Por eso, a diferencia de la razón especulativa, que puede ser pura (cuando se aplica sobre las formas a priori del conocimiento) o empírica (cuando se aplica a posteriori sobre los fenómenos naturales), la razón práctica es siempre pura, se aplica siempre a priori. Es cierto que el hombre tiene una materialización fenoménica, pero en cuanto tal fenómeno sólo es objeto de la razón especulativa (sólo produce imperativos hipotéticos, que se mueven en el ámbito de la causalidad instrumental medios-fines), pero no puede ser objeto de la razón práctica; ésta sólo produce imperativos categóricos, puros, a priori, incondicionados, universales.

Este aspecto bifronte de la filosofía kantiana ha llevado a afirmar a algunos que se da en Kant un abismo ser-deber, que no puede ser salvado (e, incluso, según Muguerza, que Kant se negó en redondo a salvar). Pero en seguida fue visto, primero por Fichte y, después, con absoluta claridad por Hegel, que algo ahí no funcionaba bien. En efecto, ¿cómo admitir que lo ontológicamente más débil, el fenómeno contingente, condicionado, mera manifestación empírica, tenga el estatuto de “ser” y, en cambio, lo ontológicamente más fuerte, el noúmeno necesario, incondicionado, sea un mero “deber ser” que nunca llega a ser de verdad, que queda frustrado por impedírselo precisamente el contingente fenómeno que sí “es”? Aún peor: ¿cómo es posible que el noúmeno permanezca en el deber ser sin llegar a ser lo que debería cuando es precisamente él, el sujeto nouménico, quien crea el fenómeno mediante sus sentidos y sus formas a priori (espacio, tiempo, categorías...) y, sin embargo, este fenómeno (creado por el noúmeno) “sea”, estatus que nunca llegará a alcanzar su mismo creador que permanecerá en un frustrado e impotente “deber ser”? De ahí la construcción hegeliana, donde lo racional es real y lo real es racional, pues la razón nouménica tiene que imponerse, por su propia superioridad ontológica, a la realidad fenoménica (y no a la inversa). Es la realización en el mundo del Espíritu (Geist) hegeliano y sus secuelas marxistas de transformación racional del mundo, apuntando a la factibilidad o realizabilidad de la utopía, que pasa así de ser un no-lugar a ser una eutopía (buen-lugar).

Sin embargo, ya desde finales del siglo XIX se empieza a percibir que esa escatológica utopía podía llegar a tener mucho de pesadilla: la proliferación de aglomeraciones urbanas junto a las fábricas mecanizadas, donde el hombre sólo es una pieza más de una maquinaria de producción en cadena, el crecimiento desmesurado de un Estado inhumano que sólo representa a los poderes fácticos y económicos y sus ansias de permanencia en el poder, la masificación de la cultura y de los mensajes simbólicos impuestos y superpuestos a la conciencia con sus secuelas de “malestar” y neurosis, etc. En lo que aquí nos interesa, el pensamiento filosófico, se produce el giro postmoderno, el rechazo del Espíritu hegeliano, de esa Conciencia Universal que, al ser puro noúmeno, se ha despojado del factor individualizador que es el fenómeno, la realidad fenoménica propia de cada uno. Se trata, por tanto, de volver a recuperar al individuo, la conciencia subjetiva personal, como centro de la filosofía, de donde había sido desplazada.

Este programa individualista que se opone a la disolución del individuo en una conciencia universal homogénea y masificadora, es el punto de partida coincidente para dos corrientes filosóficas diferentes: la fenomenología y el existencialismo. Como toda simplificación, ésta no hace justicia a los diversos matices que anidan en el seno de todo movimiento filosófico, y por eso quiero que se tomen sólo como etiquetas para entendernos; así, bajo el rótulo genérico de fenomenología incluyo la corriente Husserl-Heidegger de la que es tributario Ortega, que es quien aquí nos interesa; y bajo el de existencialismo, a Sartre. Si de lo que se trata es de derribar el edificio kantiano-hegeliano cimentado sobre la dicotomía noúmeno-fenómeno, habrá que derribar precisamente esos cimientos dicotómicos. Y aquí es donde veo yo la divergencia entre la fenomenología y el existencialismo sartriano, pues el primero opta por una “noumenización” del mundo, mientras que el segundo, en sentido completamente inverso, procede a una “fenomenización” de la conciencia.

En efecto, la fenomenología (curiosa y engañosa denominación pues, en rigor, debería haberse llamado “noumenología”) consiste en afirmar que los objetos del conocimiento no son fenómenos, datos sensibles elaborados y conformados subjetivamente por las formas a priori del conocimiento, sino que se trata de auténticos noúmenos, realidades que tienen una entidad nouménica propia al margen del sujeto cognoscente pero, lo que es más importante, que resisten a la conciencia del sujeto, poniéndose en cuestión, por tanto, la capacidad de éste para transformar realmente el mundo, pues su noúmeno no se vuelca sobre los fenómenos, conformables y maleables, sino sobre otros noúmenos tan poderosos en su resistencia como lo pueda ser el noúmeno-conciencia en su práctica activa de interrelación con aquéllos. Por eso Husserl convierte el objeto kantiano de la ciencia, el fenómeno que se manifiesta sensiblemente, en “nóema”, objeto directo del acto cognoscitivo, lo que da lugar a un conocimiento eidético no mediado sensiblemente y, por lo tanto, no filtrado por forma a priori alguna de la sensibilidad. Lo otro, por consiguiente, ya no es fenómeno, sino realidad nouménica que conforma el contorno en el que el yo, noúmeno-individuo, está, encadenándolo con las fuertes ligaduras de lo real por sí: la circunstancia de Ortega o la realidad religante de Zubiri.

Por su parte, la opción de Sartre es la inversa: para afirmar la individualidad no afirma nouménicamente el mundo que circunda al sujeto, como hace la fenomenología, sino justo lo contrario, convierte al sujeto consciente, a él también, en mero fenómeno. En el mundo de Sartre no hay “eidoi”, no hay esencias, sino meras existencias (fenómenos sin noúmeno, si se me permite decirlo así). Por eso, si para la fenomenología el individuo es un noúmeno entre noúmenos, para el existencialismo es un fenómeno entre fenómenos.

El individualismo de la conciencia, sin embargo, en mi opinión, impide fundamentar el deber moral, pues éste, para ser tal, tiene que ser generalizable, aplicable a la colectividad de todos los hombres; de ahí la irresponsabilidad de un individuo (en contra de las falsas invocaciones de responsabilidad de Ortega) que sólo se reconoce a sí mismo como tribunal de sus propios actos. Pero dentro de esa amoralidad propia tanto de la fenomenología como del existencialismo, las consecuencias prácticas de ambas corrientes son bastante diferentes, pues la fenomenología se resuelve en una lucha del yo contra el resistente contorno nouménico que lo constriñe y lo amenaza, se concreta en una autoafirmación del yo agresiva hacia lo otro que le ofrece resistencia. Sin embargo, el existencialismo sartriano apela a la mísera e inestable condición humana que se encuentra abandonada entre otros tantos despojos inesenciales, lo que produce un cierto sentimiento de “simpatía” fenoménica, de condolencia solidaria por lo contingente e inestable de esa realidad existente-sin-ser que compartimos con los demás fenómenos sin noúmeno.
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